Philologica Canariensia 28 (2022), pp. 95-112                                                            

E-ISSN: 2386-8635

DOI: https://doi.org/10.20420/Phil.Can.2022.469                                                                                                                                                                           

Recibido: 19 de diciembre de 2021; versión revisada aceptada: 25 de enero de 2022

Publicado: 31 de mayo de 2022

 

 

 

Dos visiones del fenómeno anarquista en la novela barcelonesa: de Mariona Rebull a La verdad sobre el caso Savolta

 

Two treatments on the phenomenon of anarchism in the Barcelona novel: From Mariona Rebull to La verdad sobre el caso Savolta

 

 

Antonio Rivero Machina

IES Valle de Ambroz / Junta de Extremadura

 

 

 

Resumen

 

El trabajo propuesto analiza la presencia del anarquismo como fenómeno histórico y social en las novelas Mariona Rebull de Ignacio Agustí, publicada en 1944, y La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza, publicada en 1975. Este artículo ofrece un contraste entre ambas obras, observando sus puntos en común —la temática y la localización, principalmente— y sus puntos de oposición —técnica narrativa y descripción del entorno social, sobre todo—. Dichas diferencias, igualmente, permiten observar el tratamiento diverso de la violencia anarquista en la novela histórica escrita bajo el periodo franquista, advirtiéndose claras diferencias entre la visión ofrecida por Agustí, en plena posguerra, y la de Mendoza, a las puertas de la transición democrática.

Palabras clave: anarquismo y literatura, novela española del siglo XX, Eduardo Mendoza, Ignacio Agustí, Barcelona

 

Abstract

 

This paper aims to study the presence of anarchism as a historical and social phenomenon in the novels Mariona Rebull by Ignacio Agustí, published in 1944, and La verdad sobre el caso Savolta by Eduardo Mendoza, published in 1975. This paper offers a contrast between the two novels, observing their commonalities —the theme and location, mainly— and their points of opposition —narrative technique and description of social environments—. These differences also allow us to observe the diverse treatment of anarchist violence in the historical novel written under the Franco period, noting clear differences between the vision offered by Agustí, in the midst of the post-war period, and that of Mendoza, at the gates of the democratic transition.

Keywords: anarchism and literatura, Spanish novel of the twentieth century, Eduardo Mendoza, Ignacio Agustí, Barcelona

 

 

1. Introducción

 

La presencia de la violencia anarquista como proceso histórico y factor de tensión social se ha revelado desde su surgimiento como un elemento temático y un contexto dialéctico de gran potencial narrativo. No en vano, algunos de los novelistas españoles más destacables del siglo XX han sabido explotar un fenómeno, el del terrorismo anarquista, destinado precisamente a evidenciar, mediante “la propaganda por el hecho”, según la célebre expresión empleada por Paul Brousse, las tensiones internas enquistadas en el seno del entramado social de un periodo, el tránsito de los siglos XIX al XX, crucial en la construcción de nuestra contemporaneidad.

Sin duda, podemos circunscribir entre las últimas décadas del siglo XIX y primeros decenios del XX el periodo de apogeo de la violencia libertaria, encontrando su momento álgido, precisamente, en el paso de una a otra centuria. Fue entonces, si tomamos como muestra el fenómeno del magnicidio, cuando se sucedieron en muy pocos años los atentados contra el presidente de la República Francesa Sadi Carnot (1894), la emperatriz Sisí de Austria (1898), el rey Humberto de Italia (1900) o el presidente de los Estados Unidos William McKinley (1901). En paralelo, si nos ceñimos al caso español, podemos destacar episodios como la revuelta campesina en Jerez de la Frontera (1892), el atentado fallido contra el general Martínez Campos (1893), el lanzamiento de dos bombas Orsini en el Teatro del Liceo de Barcelona (1893) o el asesinato de Antonio Cánovas del Castillo (1897).

Este estado de agitación social, inserto en un proceso histórico mucho mayor y más transversal como es el del desarrollo de los distintos movimientos obreros en una España en pleno proceso industrializador, será recogido y utilizado por narradores de distinto alcance. Particularmente, el ideario anarquista y sus distintas manifestaciones —desde el idealismo utópico a la violencia terrorista— despertaron muy pronto el interés de muchos autores del periodo. Dos casos de enorme interés, tanto por su calidad literaria como por su innegable valor documental para el historiador, serían los encarnados por La bodega (1905), novela de Vicente Blasco Ibáñez ambientada en la revuelta jerezana de 1892, y Aurora roja (1905), tercer título de la trilogía La lucha por la vida de Pío Baroja, centrado en la difusión de los movimientos obreristas entre los tipógrafos de Madrid y su entorno.

Si La bodega o Aurora roja, ambas editadas en el mismo año, representarían dos muestras señeras de la presencia del fenómeno anarquista en la literatura de su tiempo, otros títulos podrían colegirse a propósito de su presencia más allá del periodo en el que, como venimos diciendo, el terrorismo anarquista desarrolló su mayor impacto social. En este sentido, si para Blasco Ibáñez o Baroja los hechos tratados como materia novelable emergían de la actualidad nacional, siendo efectivamente las novelas mencionadas coetáneas a los sucesos y ambientes recogidos en su trama, para los narradores posteriores a la Guerra Civil el tratamiento y enfoque dados —también el proceso de ambientación y documentación— serán ya los propios de la novela histórica.[1] Las implicaciones que esto conlleva serán, de hecho, uno de nuestros elementos de reflexión.

Dos títulos publicados después de 1939 sobresalen por su acercamiento al fenómeno de la violencia anarquista: Mariona Rebull, publicada por Ignacio Agustí en 1944, y La verdad sobre el caso Savolta, dada al público por Eduardo Mendoza en 1975. Ambas novelas comparten varios puntos en común: un enorme éxito entre críticos y lectores tras su publicación, su ambientación barcelonesa —ciudad de sendos autores, a la sazón— y la capacidad de proyectar sobre aquel periodo del entresiglo catalán los valores de su propio momento histórico —una posguerra pilotada con mano de hierro por el franquismo en su etapa de consolidación interna y una inminente transición democrática nacida del seno de la descomposición del régimen, respectivamente—. La lectura combinada de ambas novelas en pos de la presencia del terrorismo anarquista nos permitirá, en definitiva, reflexionar, en primera instancia, sobre el valor documental de la narrativa de ficción española contemporánea. Más allá, podremos observar cómo dicha labor de ficcionalización del pasado histórico supone, inevitablemente, la proyección de una lectura de época o, lo que es lo mismo, de una lectura histórica.

Se trata, en suma, de fijar en lo posible el tratamiento que la novelística española posterior a la Guerra Civil ofrece a propósito de un mismo fenómeno histórico: la violencia anarquista en la Barcelona del despegue industrial. Ciertamente, la capital catalana fue con mucho uno de los principales focos de actividad anarquista en España. Su proximidad geográfica con Francia e Italia, su carácter portuario y, fundamentalmente, su espectacular desarrollo industrial explican su imbricación en el anarquismo europeo de la época. No en vano, la Barcelona que se desarrolló entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929 representa, en buena medida, la época dorada de la burguesía industrial catalana, desarrollándose, en paralelo, el catalanismo político del que también se hará eco Eduardo Mendoza en su complejo mosaico novelístico. Pero esta misma Barcelona definida entre los años de 1888 y 1929 fue también la edad de oro para los movimientos contestatarios surgidos frente a dicha hegemonía burguesa: los movimientos obreros en general y el anarquismo en particular. Un anarquismo barcelonés fuertemente arraigado en los círculos obreros de la ciudad, infiltrado en el marco de relaciones entre clases y asimilado al paisaje social de sus habitantes. Un anarquismo que solo el paroxismo bélico de la Guerra Civil española y la posterior represión franquista lograrán agotar primero y suprimir después.

La presencia en la literatura de ficción del fenómeno histórico del anarquismo en general y de la violencia anarquista en particular viene siendo estudiada desde hace ya algunas décadas, tanto desde el ámbito de la historiografía como desde el de la crítica literaria. Igualmente, podemos señalar la existencia de trabajos generalistas que han abordado la relación existente entre el anarquismo y la literatura, además de los dedicados a la literatura anarquista propiamente dicha (Litvak, 1981). Por otro lado, son también destacables, y han ensanchado en gran medida el campo de trabajo, aquellos acercamientos específicos a la cuestión en relación con determinados autores u obras. Destacan en este sentido trabajos como el acercamiento a la presencia del anarquismo en la obra literaria de Pío Baroja y Eduardo Mendoza de Ramón Buckley (1996) o, más recientemente, y de nuevo sobre Baroja, de Peciña Anitua (2016). Sobre la presencia del anarquismo en Blasco Ibáñez, por citar solo otro ejemplo, ha trabajado Hans-Jörg Neuschäfer (1995). Por su parte, en el apartado de panorámicas y perspectivas más generales podemos destacar trabajos relativamente recientes como los de Susana Sueiro Seoane (2008) o títulos más precoces como el de Iris M. Zavala (1995).

 

2. El anarquismo y el atentado del Liceo de 1893 en Mariona Rebull 

      

En 1944, con una tirada inicial de 2.500 ejemplares, se publica Mariona Rebull, segunda novela en castellano de Ignacio Agustí tras Los surcos (1942), que tuvo muy discreta acogida. Mariona Rebull, en cambio, agota la primera tirada en cuestión de semanas y en solo dos meses se reedita con renovado éxito de ventas (Moya, 2006, 7). En 1947 se estrenaría la versión cinematográfica de tan aclamada novela bajo la dirección de José Luis Sáenz de Heredia, con Sara Montiel y José María Seoane como protagonistas. Entre la crítica, la novela fue bien recibida por firmas como las de ‘Azorín’ (Destino, 5 de agosto de 1944) o Muñoz Cortés (Escorial, junio de 1944). Al joven Agustí —contaba entonces 31 años— le llegaba un éxito sonoro a nivel nacional con una obra narrativa destinada, de manera declarada, a dignificar los valores de laboriosidad y honradez que él vinculaba a la alta sociedad barcelonesa.

La trayectoria de Ignacio Agustí había comenzado, no por azar, vinculada al periódico La Veu de Catalunya, dependiente de la Lliga de Catalunya, el partido catalanista conservador de Francesc Cambó. Nacido en el seno de una familia adinerada de la ciudad condal —su padre, Luis Agustí Sala, ocupó un cargo directivo en la Banca Arnús y la presidencia del Colegio de Agentes Comerciales de Barcelona—, desarrolló una incipiente carrera literaria en catalán durante los años de la Segunda República con el poemario El veler (1932), la novela corta Diagonal (1934) y la pieza teatral Benaventurats els lladres (1935), donde ya anticipa su interés por el tema del adulterio y el triángulo amoroso como motor dramático. Con el estallido de la Guerra Civil, hijo como era de un activo miembro del Somatén —guerrilla urbana financiada por los industriales catalanes para hacer la guerra sucia al pistolerismo anarquista—, decide huir hacia Alemania, desde donde, espantado por el régimen nazi (Moya, 2006, 13), regresa a la Península a través de Lisboa para alcanzar Salamanca y unirse a los golpistas del general Franco. Ya en Burgos, capital del bando sublevado, colabora estrechamente en la creación de la revista Destino, llamada a aglutinar a la intelectualidad catalana afín al autodenominado bando nacional, junto a Xavier de Salas y José María Fontana.[2] En 1940, terminada la guerra y de vuelta a Barcelona, serían el propio Agustí, Josep Vergés y Juan Ramón Masoliver los encargados de comandar una longeva publicación de la que se desgajaría la editorial homónima, Destino, tan importante en el panorama narrativo español de mediados del siglo XX (Ripoll Sintes, 2012). Bajo este sello se publicará, de hecho, Mariona Rebull. Ese mismo año de 1944, y a instancias del propio Agustí, se convocaría aquella primera edición del Premio Nadal que lanzaría a la primera línea literaria del país a Carmen Laforet y su aclamada novela Nada.

Agustí había logrado situarse, en definitiva, en el epicentro mismo de la pujante actividad editorial de la Barcelona de posguerra. Meses antes de la publicación de su Mariona Rebull había proyectado, efectivamente, el ciclo narrativo de La ceniza fue árbol, cuya primera entrega sería Mariona Rebull. En este sentido, como señala Moya, no es casual que la gestación de este ciclo narrativo se produjera durante su corresponsalía para La Vanguardia en Suiza, país donde llegó a entablar estrechos contactos con los círculos monárquicos en el exilio, agrupados en torno a don Juan de Borbón (2006, 15). Con significativas veleidades aliadófilas,[3] Agustí veía por entonces en la restauración borbónica el modelo político óptimo frente a los fascismos europeos y su contramodelo anarquista o comunista. También, cabe decirlo, la opción donde podrían encajar con mayor acomodo los intereses de la alta burguesía catalana.

Había en ello, sin duda, una evidente nostalgia por los tiempos pretéritos. Y dichos tiempos no eran otros que los de la Restauración borbónica de los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII. En ellos parece situar Agustí los orígenes del gran desarrollo industrial catalán, su despegue económico. Los tiempos, en suma, en que aún se mantenía erguido un árbol que la lucha social habría de convertir en ceniza. A este proceso decidió consagrar el narrador catalán su ciclo narrativo más ambicioso. A Mariona Rebull (1944) le siguió con cierta celeridad la publicación de El viudo Rius (1945). Mayor extensión y un proceso de gestación mucho más largo conformaron la tercera entrega del ciclo, Desiderio (1957). Completan la serie 19 de julio (1965) y Guerra Civil (1972). El conjunto abarca, efectivamente, el devenir histórico barcelonés desde los años de la Restauración hasta la Guerra Civil. El punto de vista elegido es muy concreto y limitado, tres generaciones de empresarios catalanes y su lucha por forjar, expandir y mantener su aventura empresarial: Joaquín Rius padre, Joaquín Rius hijo y el nieto del primero e hijo del segundo, Desiderio. Un punto de vista, en definitiva, con el que el narrador y el autor real, Ignacio Agustí Peypoch, parecen plenamente identificados.[4]

 

2.1. El papel jugado por la lucha de clases: entre el temor y la nostalgia

 

Así las cosas, no debe sorprendernos el papel otorgado en Mariona Rebull a los distintos agentes sociales dentro de la convulsa lucha de clases que habría de agitar y condicionar el desarrollo histórico de la industrialización catalana del entresiglo. De un lado, los industriales, los empresarios, los “jefes de industria” (Agustí, 2006, 72). Sobre ellos, sin asomo de duda, Agustí coloca todo el protagonismo dinamizador, el peso del progreso, en definitiva. De otro lado, una clase trabajadora progresivamente envilecida por la penetración de discursos subversivos introducidos por obreros incompetentes y orgullosos. Así de tajante se presenta el discurso ideológico de Mariona Rebull. Una división maniquea apenas matizada por la nostalgia de un tiempo mejor, el de los inicios preindustriales en el que el trabajo codo con codo entre el patrón y sus empleados acortaba distancias sociales e impedía cualquier extrañamiento entre miembros de una misma “familia” (Agustí, 2006, 72), la empresa. Esta nostalgia está especialmente presente en los primeros compases de la novela, donde se narran los orígenes humildes desde donde, con tesón y trabajo, comienzan a levantar su imperio empresarial los Rius. Entonces, con la laboriosa burguesía catalana al frente del nuevo proyecto dinamizador, la armonía social sería plena:

 

Los jefes de industria empezaban a ser considerados en la ciudad como una suerte de nueva aristocracia. El hecho de que el jefe no solo conociera a cada uno de sus subordinados, sino que estuviera al corriente de las preocupaciones que le aquejaran en cada instante, privadas o familiares, justificaba y daba proporción a la estima que adquiría en las esferas todas de la vida ciudadana (Agustí, 2006, 72).

 

Una comunión social escenificada en la similitud de atributos y vestimentas entre patronos y obreros. El industrial cumpliría entonces —en esta evocación de una supuestamente perdida edad de oro protoindustrial, según relato de Agustí— la función de un líder natural que conoce personalmente las inquietudes de cada uno de sus subordinados bajo la apariencia de un primus inter pares que maneja, como cualquiera de sus empleados, los rudimentos y secretos de la fabricación de sus mercancías (Agustí, 2006, 118). Una equidistancia aparente que, en este primer tramo de Mariona Rebull, parece ser responsabilidad activa tanto de obreros como de patronos, comprometidos ambos en la labor común: “los trabajadores lucían, como los patronos, cuidadas barbas, que olían a tabaco y honradez. Las casas de los trabajadores eran como las de los burgueses, pero más pequeñas” (Agustí, 2006, 74).

Según señala Moya en su estudio introductorio a la novela, Agustí parece moverse en este punto “en una contradicción que no logra ni puede resolver: su añoranza pequeñoburguesa de un mundo preindustrial y humanizado, y su admiración por la ideología del progreso y la riqueza creada por la burguesía industrial” (2006, 38). El avance inexorable de la ideología del progreso vendría reflejado en Mariona Rebull a través de la arrolladora incorporación de Joaquín Rius hijo a la empresa. La venida de la segunda generación, nacida ya en el ejercicio del predominio social, formada y educada para tomar las riendas de los negocios públicos y privados, vendría en cierto modo a romper la armonía social de los primeros tiempos.

El solapamiento entre ambas generaciones es fundamental para comprender la visión de Agustí a propósito de esta deriva hacia la sociedad industrial y su consiguiente lucha de clases. Una escena reveladora en torno a esta cuestión se encuentra en el diálogo producido entre padre e hijo en una visita a la fábrica familiar. “¿Y tu trabajo cuál es, papá?”, le pregunta el hijo. “¿Mi trabajo? Todo y nada, ser el amo”, responde el padre (Agustí, 2006,127). La venida de esta segunda generación, representada por Joaquín Rius hijo, conllevaría, más allá, el progresivo distanciamiento entre la patronal y los obreros. En dicha distancia se incardinaría, a la postre, la perturbación sobre el otrora estable orden social. Un distanciamiento del que el narrador de Mariona Rebull parece responsabilizar, nuevamente, a ambos actores sociales: la burguesía y el proletariado. La primera, empezaría a deshumanizarse progresivamente en pos del crecimiento productivo a toda costa al tiempo que buscaba en los elementos de distinción social —los lujos y los fastos materiales— sus elementos identitarios.

 

A remolque de la distinción de indumentarias entre el amo, o los amos, y los empleados y obreros —el padre Rius no usaba ahora la gorra más que eventualmente—, desapareció también el antiguo carácter familiar del negocio. Ahora el obrero no hablaba jamás con el señor Rius o su hijo; se limitaba a saludarle de lejos. El hijo Rius ignoraba, o acaso fingiera ignorar, los nombres de los empleados y de los obreros, y no les miraba nunca a la cara, sino a las manos, o a los pies, cuando trabajaban (Agustí, 2006, 137).

 

Ahora bien, si la burguesía catalana, rectora por derecho propio del devenir social de un tiempo que había sabido conquistar —a juicio de Agustí—, era culpable de la deshumanización de su relación con sus subordinados, del lado de los obreros recaería el pecado del envilecimiento, entregados progresivamente a los discursos cicateros y subversivos de unos líderes sindicales que el narrador de Mariona Rebull no duda en caracterizar por su incompetencia laboral y su resentimiento social. El desarrollo de un pasaje en el que el verdadero protagonista de la novela, Joaquín Rius hijo, inspecciona la buena marcha de la producción ofrece sin asomo de dudas esta visión del conflicto entre un patrón inflexible pero cargado de razón y un obrero alborotador e inconforme deslegitimado por su incompetencia. Comienza la escena, efectivamente, con una panorámica del enorme crecimiento de los talleres Rius y la consecuente deshumanización en las relaciones entre el patrón y sus asalariados. En su función de legítimo supervisor, Rius señala al poco la negligencia de uno de sus operarios: “El hilo no está tenso”, sentencia (Agustí, 2006, 279). En la reacción del obrero señalado concentra Agustí los peores atributos del mal obrero, cuyo orgullo y resentimiento le llevaría a erigirse, precisamente, en líder sindicalista:

 

—No es culpa mía que esta máquina sea anticuada.

Joaquín frunció el ceño. […]

—¿Cree usted que esta máquina está anticuada?

—Llevo diez años en el oficio, señor.

—Queda usted despedido. Puede pasar por la Caja ahora mismo.

A Llobet le temblaban las piernas. […]

—Vaya usted con cuidado, señor Rius. Este tipo tiene malas pulgas. Siempre está de prédica a la salida.

—No sabe trabajar —se limitó a responder Rius, con dureza (Agustí, 2006, 279-280).

 

Así quedan caracterizados amo y subordinado. Al obrero negligente que “siempre está de prédica a la salida” no parece asistirle la razón en cuanto a su discusión sobre la efectividad de las máquinas. En consecuencia, podría concluirse, tampoco le asistiría la razón en cuanto a sus demandas sociales. Tal aserto quedaría subrayado cuando el operario despedido sube al poco al despacho de Rius a mantenerse en su porfía. Ante su persistencia, el patrón acompaña al obrero despedido a la máquina y muestra su pericia con el telar, lo que, si seguimos el razonamiento de la narración, evidenciaría que la razón asiste a los Rius (Agustí, 2006, 280). Tras aquella exhibición de superioridad moral y de conocimiento técnico, en la que Rius hijo aplica la máxima inculcada por el padre de conocer bien los rudimentos más básicos de la producción para legitimar su pleno control sobre la empresa, el díscolo sindicalista es despedido de forma tajante: “Largo de aquí, haragán”, le espeta Rius hijo. “Solo exijo una cosa, […] que se trabaje bien. Si hay alguno que tenga alguna queja que formularme, alguna vez, que sepa que no solo soy el amo, sino un amigo. Pero aquí dentro no quiero holgazanes ni revolución” (Agustí, 2006, 281).

Holgazanes y revolucionarios son así equiparados en las palabras de Joaquín Rius hijo. Este es, en definitiva, el retrato que Ignacio Agustí nos ofrece de la lucha de clases en aquellos tiempos de la gran expansión industrial catalana y, en consecuencia, del desarrollo de los movimientos de lucha obrera, con el anarquismo a la cabeza en el caso de la ciudad condal. Será el anarquismo, en definitiva, el gran elemento perturbador de la buena marcha de un progreso no solo material sino también social. Así lo entiende, al menos, el narrador omnisciente de Mariona Rebull.

 

2.2. De la Exposición Universal al atentado del Liceo: la catarsis del héroe

 

La evolución observada entre el benéfico desarrollo de la expansión industrial barcelonesa y el progresivo distanciamiento entre patronos y obreros como germen de un conflicto social que terminará, pasados los años, por dinamitar la paz social, encuentran en la trama de Mariona Rebull dos puntos álgidos sobre los que pivotaría la evidente tensión y contraposición entre ambos procesos. Por un lado, como culmen del éxito industrial laboriosamente logrado por el honrado tesón de aquellos primeros “jefes de industria”, tendríamos la celebración de la Exposición Universal de 1888. Por el otro, representando el violento y espeluznante paroxismo del divorcio social entre clases, el atentado anarquista acaecido en el Teatro del Liceo cinco años después, en 1893. Ambos son, particularmente, los dos episodios más minuciosamente documentados en Mariona Rebull y donde Agustí inserta con mayor detalle a los personajes de su ficción en dos acontecimientos históricos tan sobradamente conocidos.

La celebración de la Exposición Universal de Barcelona de 1888 es narrada con detalle en el sexto capítulo de la novela. Supone este acontecimiento, a un tiempo, la consagración de Barcelona como capital industrial del país y de la familia Rius como uno de sus más destacados artífices. La evocación de aquellos días en Mariona Rebull no podía ser, en este sentido, más positiva.

 

Para inaugurar la Exposición Universal habían llegado de Madrid la Reina Madre y su augusto hijo Alfonso XIII, el Rey, de cortos años, junto con las Infantas y el séquito; llegó también el jefe del Gobierno, Sagasta. Las calles de la ciudad se abigarraban con los uniformes multicolores, con la gente forastera, los extranjeros. ¡Había que ver el recinto de la Exposición! (Agustí, 2006, 169).

 

Conviene destacar, efectivamente, el papel preponderante otorgado a la institución monárquica. En cierto sentido, la visita de la familia real podría equipararse con la del industrial que inspecciona con orgullo el buen funcionamiento de la gran empresa del Estado. En ella, los más laboriosos y eficientes sabrían destacarse dentro del orden social gracias a su buen hacer. Así queda patente cuando la propia regente María Cristina de Habsburgo visita el departamento de los Rius. En este encuentro se produce, finalmente, el cénit del ascenso social de los hacendosos industriales representados por la familia que protagoniza la novela (Agustí, 2006, 175-176). En este punto, la propia reina dialoga con los Rius. “Nuestros recursos eran escasos, Majestad, como los de casi todos nuestros colegas. Pero las dificultades se han ido venciendo gracias al orden de que gozamos, orden sin el cual no hay progreso posible”, afirma Rius hijo. “Merecen el reconocimiento de la Patria”, replica la regente (Agustí, 2006, 176). En este diálogo entre los Rius y la reina madre se cifra, claramente, el ideario que subyace en Mariona Rebull. Es el momento de la acción en que, a la sazón, los Rius alcanzan el punto álgido de su éxito. No es casual, en consecuencia, que se sitúe en aquellos días de la Exposición Universal la compra por parte de los Rius de un palco en propiedad en el Liceo (Agustí, 2006, 173). El valor simbólico del Gran Teatro del Liceo como epicentro de la actividad social de la alta burguesía barcelonesa queda minuciosamente descrito en la novela. Por ello, el caos desatado por el atentado de noviembre de 1893 supondrá su contrapunto, un abrupto cierre en la línea ascendente del progreso social de familias como la familia Rius —trasunto, como venimos señalando, de toda la burguesía industrial catalana—.

Los movimientos obreros, y en particular la violencia anarquista, viene anunciándose a lo largo de la novela como la gran amenaza latente contra la estabilidad social alcanzada. En paralelo al desarrollo del triángulo amoroso entre el matrimonio formado por Joaquín Rius y Mariona Rebull y el amante de esta, Ernesto Villar, la presencia de la violencia libertaria es la otra gran amenaza que se cierne contra el hacendoso industrial, verdadero agonista de la historia. Ambas amenazas, la del adulterio y la de la subversión —dos formas, privada y pública, de contravenir el ordenamiento social—, recorren en estado latente toda la novela hasta su trágico desenlace en el capítulo final. La latencia de ambas amenazas se dosifica e intensifica hasta la catarsis final. Centrándonos en la violencia anarquista, podemos constatar el deslizamiento de menciones a actos terroristas como trasfondo de la actualidad histórica al tiempo que preludian el abrupto desenlace de la acción. Sirvan de ejemplo las referencias a las acciones de La Mano Negra en Andalucía y al estado de agitación creciente entre los obreros catalanes en un diálogo entre Rius y Villar (Agustí, 2006, 300-301). El papel otorgado a los industriales alcanza, en este punto, tintes heroicos. “Yo deseo morir en la cama y con luz artificial. Pero no sé si ese es el destino de los fabricantes”, concluye Rius (Agustí, 2006, 301). Este conflicto latente estalla, efectivamente, en el último capítulo de la novela, donde todos los temores de Rius hijo —en lo tocante a su esposa y en lo relativo al buen orden social— desembocan en la trágica catarsis con el peor de los desenlaces. El atentado del 7 de noviembre de 1893 contra el Teatro del Liceo de Barcelona se describe con gran detalle en el décimo quinto y último capítulo de la novela y sitúa en ellos nuevamente —como ya hiciera con la Exposición Universal de 1888— a los protagonistas de su exitosa ficción. Ofrece aquí Agustí una recreación literaria minuciosa y bien escrita de aquella trágica noche en el Liceo. No en vano, concentra en ella el desenlace de su relato, la terrible anagnórisis que lleva a Rius a reconocer la falsedad y fragilidad de su éxito. Del aparente bienestar del comienzo de la velada —“Joaquín se retiró satisfecho de la magnificencia de que formaba parte; estaba definitivamente entroncado con aquella sociedad; y su mujer era la más hermosa de toda la sala” (Agustí, 2006, 359)—, al luctuoso final desatado por el violento atentado anarquista, revelador, a un tiempo, de la tensión social latente y del adulterio de su esposa —“Mariona tenía los ojos cerrados y su cabeza había caído, recostada, sobre el hombro de Ernesto; parecía abandonada en él, como si viviera. La cabeza de Ernesto, en cambio, parecía desnucada, caída contra la pared” (Agustí, 2006, 376)—.

El desencadenante había sido, efectivamente, la bomba Orsini lanzada por un militante anarquista, en una escena descrita con gran viveza narrativa a través de los ojos —no podía ser de otra manera— de Joaquín Rius. Se ofrece un marcado contraste entre la armonía y suntuosidad del Liceo y el caos desatado por la anarquía: “A través de la penumbra intensa, como un fantasma, veía avanzar algo, no sabía qué. Algo horroroso, indefinible “(Agustí, 2006, 370).  La violencia anarquista, presentada en Mariona Rebull como fruto del resentimiento social de los menos capaces, venía así a desencadenar de un solo estallido todo el temor larvado a lo largo del titánico esfuerzo de Rius por prosperar en una sociedad permanentemente amenazada por los agentes del desorden.

No cabe duda de que la lectura histórica que ofrece Ignacio Agustí sobre el terrorismo anarquista de fines del XIX en su novela de 1944, publicada apenas cinco años después de la caída de Barcelona en manos del bando sublevado, se aclimataba perfectamente al discurso oficial de la dictadura franquista. Más allá, representaba en gran medida el sentir de la alta burguesía barcelonesa del momento, incluida aquella que se había encuadrado en el catalanismo de la Lliga durante la Segunda República, una alta burguesía que no dudó en alinearse con el franquismo como perfecto aliado —o como mal menor, según los casos— contra la inestabilidad social y la violencia anarquista. En este sentido, la distancia ideológica entre el autor real, Agustí, y el protagonista de su novela, Rius hijo, no parece muy grande.

 

3. La violencia y el pistolerismo anarquista en La verdad sobre el caso Savolta

 

Entre la publicación de Mariona Rebull y La verdad sobre el caso Savolta median treinta años. Sin embargo, curiosamente, el lapso abierto entre la escritura de ambas novelas y el espacio cronológico en que se ambientan estas es el mismo, unos sesenta años, ya que si la acción de Mariona Rebull transcurre, fundamentalmente, en torno a las fechas simbólicas de 1888 y 1893, la trama de La verdad sobre el caso Savolta se sitúa en el segundo tramo de la Gran Guerra, entre 1917 y 1919. Con todo, y pese a esta semejanza entre ambas novelas, la distancia histórica ante esos sesenta años es mucho mayor en Mendoza. Tal disonancia se aprecia en el acercamiento y trabajo de documentación de uno y otro novelista, pues, si Agustí parece recurrir a la memoria colectiva y al recuerdo familiar de una burguesía catalana aún conectada moral y mentalmente con aquella pretendida edad de oro, en Mendoza se aprecia un trabajo de documentación histórica propiamente dicha y un mayor distanciamiento moral ante sus personajes. Esto queda patente al comienzo del volumen cuando el propio Mendoza cita explícitamente sus principales fuentes bibliográficas en una nota introductoria: Los archivos del terrorismo blanco. El fichero Lasarte (1910-1930) (1931) de Pere Foix, Montjuich. Notas y recuerdos históricos (1917) de I. Bo y Singla, Origen y actuación de los pistoleros (1931) de Manuel Casal Gómez, Los dramas del anarquismo (1904) de G. Núñez de Prado y La verdad sobre el terrorismo. (Datos, fechas, nombres, estadísticas) (1932) de F. de P. Calderón.

La aproximación de Mendoza al tiempo histórico retratado es, pues, muy distinta a la realizada por Agustí. También lo será la técnica empleada. La discordancia, nuevamente, no será casual: frente a la técnica realista de regusto decimonónico de Agustí en la que el punto de vista asumido por el lector coincide durante la mayor parte del relato con el del héroe de la trama —Joaquín Rius hijo—, en La verdad sobre el caso Savolta se adopta un enfoque multiperspectivista que, más allá del prurito experimental tan en boga por aquellos años, descompone el discurso narrativo en múltiples puntos de vista y, en consecuencia, diluye la univocidad del relato presente en la reconstrucción histórica del anarquismo realizada por Agustí. Las diferencias en la técnica del relato van a la par, efectivamente, de la gran distancia entre la visión del conflicto social en Cataluña —con la violencia anarquista como actor protagonista— ofrecida por uno y otro novelista.

No cabe duda, desde luego, de la gran distancia histórica que media entre una y otra obra. Publicada Mariona Rebull en 1944, en plena consolidación de la dictadura franquista, La verdad sobre el caso Savolta se redactó en 1973, avanzada ya la descomposición del régimen, y aunque aún tuvo que superar la censura previa de este —por mediación de la censura Mendoza hubo de cambiar el título original de la novela, Los soldados de Cataluña—, su definitiva publicación en abril de 1975 quedaría ligada, inevitablemente, a los vientos de cambio que se avecinaban. Como recordaría en una nota introductoria escrita para la edición de 2003 el propio Mendoza, “el país atravesaba por un momento de febril expectativa: un sistema que parecía inamovible se resquebrajaba a ojos vistas y el cambio, aunque incierto, era inminente” (Mendoza, 2015, 13). Así las cosas, no debe sorprendernos que el tratamiento de la violencia anarquista por parte de Eduardo Mendoza —radicado a la sazón en esos años en Nueva York como traductor para la ONU— fuera bien distinto del dispensado por Ignacio Agustí en 1944.

 

3.1. El conflicto social como realidad poliédrica en “el caso Savolta”

 

Eduardo Mendoza ofrece, entreverado con una trama propia de la novela negra, un interesante y representativo mosaico de la sociedad y la política catalanas —y particularmente barcelonesas— de aquellos años de neutralidad española durante la Gran Guerra. Un retrato dinámico y complejo en el que conviven los nacionalistas catalanes, los regionalistas de Cambó, los radicales de Lerroux —todos ellos se contraponen hasta terminar a palos entre sí y con la policía tras un mitin en las Ramblas (Mendoza, 2015, 69-70)—, los cenáculos clandestinos de anarquistas o la propia Monarquía. Un friso de gobiernos inestables, encarcelamientos y revueltas callejeras sirve de telón de fondo para el comienzo de la acción: “fue a principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas jornadas de agosto: las Juntas habían sido disueltas; los suboficiales, encarcelados y libertados; Saborit, Anguiano, Besteiro y Largo Caballero seguían presos, Lerroux y Macià en el exilio; las calles, tranquilas” (Mendoza, 2015, 77). El conflicto social —el de la lucha de clases y también el nacionalista— se traduce en La verdad sobre el caso Savolta, desde este punto de partida, en una violencia en estado latente, en el estado emocional colectivo de aquella Barcelona en la que Mendoza desarrollará su novela negra.

En Mariona Rebull habíamos visto dos motores de progreso: los industriales catalanes y el orden garantizado por el gobierno central y la institución monárquica. Enfrente, el anarquismo y los movimientos obreros como rémora contra el progreso. En La verdad sobre el caso Savolta aquellos dos actores, burguesía y gobierno central, carecen, sin embargo, de los atributos idealizados que le otorgara Agustí. Frente al ambicioso y trabajador Rius, el modelo —o contramodelo— del industrial catalán ofrecido por Mendoza es Jean-Paul Lepprince, un joven francés, arribista y de oscuro pasado, que ve en un sistema empresarial corrupto y turbio el medio perfecto para medrar socialmente y hacer mucho dinero. Por boca de Lepprince, cínico y pragmático, se pinta así un contexto político nacional corrompido y mezquino (Mendoza, 2015, 150-151). “Este país no tiene remedio, aunque me esté mal decirlo en mi calidad de extranjero”, llega a afirmar (Mendoza, 2015, 150). Frente a la implicación de Agustí, de su narrador y de su protagonista, con el sistema político imperante, en el caso de Mendoza y de su antihéroe se produce un desencantado extrañamiento histórico y un descarado distanciamiento moral.

Otro aspecto clave en el que difiere La verdad sobre el caso Savolta de Mariona Rebull es su tratamiento de la institución monárquica. Frente al perfil oficial dado a la visita a la Exposición Universal de 1888 en la obra de Agustí, en la novela de Mendoza vemos al mismo rey Alfonso XIII, ya adulto, asistiendo a una fiesta personal en la casa del antihéroe Lepprince, personaje de turbio origen y no menos turbias intenciones, como ya se ha señalado, y que por entonces ambiciona el asalto a la alcaldía barcelonesa (2015, 380-381). La presencia del monarca en la fiesta parece ratificar, social y políticamente, el ascenso de un personaje mezquino y arribista como Lepprince, lo que no dejaría muy bien parada su imagen de líder moral de la nación, como poco.

El panorama político descrito por Lepprince, el antihéroe de La verdad sobre el caso Savolta, difiere mucho, en efecto, del pintado por Agustí. No en vano, si este había situado su novela en los años de apogeo de la Restauración borbónica —escribiéndola en los años de consolidación franquista—, Mendoza ambienta la suya en los años de su descomposición —ultimando su novela durante la desintegración de la dictadura—. Esta es la clave que explica, en última instancia, el contraste ofrecido por ambas novelas.

 

3.2. La violencia anarquista como motor de acción en la novela negra

 

En este complejo y poliédrico mosaico social de la Barcelona de 1917 a 1919 ofrecido por Mendoza (Reyes-Torres, 2011), el papel de la violencia anarquista será esencial para el desarrollo de la trama novelesca. Ahora bien, si en Mariona Rebull el conflicto anarquista es una amenaza y un lastre para el correcto desarrollo del progreso industrial liderado con tesón y entrega por los honrados industriales catalanes, en La verdad sobre el caso Savolta, al contrario, este ofrecerá el ecosistema perfecto para que un personaje taimado y artero como Lepprince —o los no menos taimados Savolta, Cortabanyes y Claudedeu unos años antes— alcance sus objetivos recurriendo a menudo a procedimientos poco honorables, haciendo bueno el refrán de que a río revuelto, ganancia de pescadores. La visión ofrecida por Mendoza de los movimientos anarquistas no será pues la de un anatema contra el progreso, sino el reverso de una misma moneda donde, en la otra cara, encontraríamos una burguesía en absoluto inocente en el conflicto social latente en calles y fábricas. No ofrece, en consecuencia, una visión idealizada del movimiento obrero.

Por otra parte, desde el punto de vista documental, Mendoza pinta un retrato ágil y veraz de los círculos anarquistas barceloneses. Así, por ejemplo, de sus lecturas, descritas en un informe del comisario Vázquez tras el registro del piso de Domingo Pajarito de Soto, periodista afecto a los movimientos obreros de marcado idealismo, un verdadero catálogo de la prensa y los autores de cabecera, en un sentido amplio, del anarquismo de la época (Mendoza, 2015, 82). Un enfoque más personal del fenómeno anarquista ofrece el propio comisario Vázquez en una conversación con Lepprince, cuyo punto de vista sirve a la narración para arrojar una visión de la lucha social, de nuevo extrañada y antiheroica, por boca del veterano policía:

 

En la segunda mitad del siglo pasado —dijo—, las ideas anarquistas que pululaban por Europa penetraron en España. Y prendieron como el fuego en la hojarasca; ya veremos por qué. Dos focos principales de contaminación son de mencionar: el campo andaluz y Barcelona. En el campo andaluz, las ideas fueron transmitidas de forma primitiva: seudosantones, más locos que cuerdos, recorrían la región, de cortijo en pueblo y de pueblo en cortijo, predicando las nefastas ideas. Los ignorantes campesinos les albergaban y les daban comida y vestido. Muchos quedaron embobados por la cháchara de aquellos mercachifles de falsa santidad. Era eso: una nueva religión. O, por mejor decir, y ya que somos gente instruida, una nueva superstición. En Barcelona, por el contrario, la prédica tomó un cariz más político y abiertamente subversivo desde los inicios (Mendoza, 2015, 138-139).

 

Poco después, el comisario ofrece un retrato social bastante certero —desde el punto de vista policial, al menos— de los componentes de estos círculos anarquistas barceloneses.

 

En Cataluña se da una clara mezcla que no debe inducirnos a error. Por una parte, tenemos al anarquista teórico, al fanático incluso, que obra por móviles subversivos de motivación evidente y que podríamos llamar autóctono. […] Luego están los otros, la masa… ¿comprenden lo que quiero decir? La masa. La componen mayormente los inmigrantes de otras regiones, recién llegados. […] Ven a las personas que han logrado abrirse camino por su esfuerzo, y les parece aquello una injusticia dirigida expresamente contra ellos. [...] Se agrupan con otros de idéntica calaña y circunstancias, celebran reuniones en tugurios o a la intemperie, discursean y exaltan entre sí. La delincuencia los aprovecha para sus fines: les engañan, les aturden y siembran falsas esperanzas en sus corazones. (Mendoza, 2015, 139).

 

El multiperspectivismo adoptado por la novela permite en esta ocasión dar voz al comisario Vázquez para ofrecer un retrato descarnado del fenómeno anarquista barcelonés. Ni la burguesía catalana ni el movimiento anarquista de la capital son retratados con tintes idealistas. Una nota de desencanto rayano en la ironía constante que, en opinión de algunos críticos, caracterizó la primera novela de Mendoza (Tocado Orviz, 2017). En todo caso, sobre este telón de violencia e intereses creados sitúa Mendoza su trama novelesca, propia del género negro.

Otras menciones históricas merecen ser destacadas antes de cerrar nuestro análisis, como la mención al famoso atentado del Liceo de 1893, que está en el origen de la pérdida de una mano por parte de uno de los fundadores de la empresa Savolta, Claudedeu (Mendoza, 2015, 149). Igualmente, en una ficha policial se extracta información biográfica real de Andrés Nin, uno de los miembros más carismáticos del anarquismo catalán (Mendoza, 2015, 153). En un interrogatorio, se ofrecen datos exhaustivos de los disturbios desencadenados en abril y mayo de 1918 en la ciudad (Mendoza, 2015, 218). En otro fragmento, uno de los narradores más habituales del relato, Javier Miranda, comenta el impacto de las noticias que llegan del triunfo bolchevique en Rusia (Mendoza, 2015, 235). Más adelante, una de las célebres bombas Orsini, tan utilizada por los anarquistas, forma parte activa de la trama novelesca, en una clara muestra de cómo la violencia anarquista sirve de motor para la novela negra propuesta por Mendoza (2015, 387). Otro elemento de lucha social, los piquetes de huelguistas, aparece en el tramo final de la novela (Mendoza, 2015, 442), lo que da lugar a retratar el complicado papel otorgado en tales circunstancias a la Guardia Civil o las encendidas disputas entre comunistas y anarquistas (Mendoza, 2015, 444-445).

La panorámica del movimiento anarquista y de su papel en el conflicto social en La verdad sobre el caso Savolta es, en este sentido, abiertamente desencantada. Se construye, inequívocamente, desde un claro distanciamiento histórico por parte del novelista barcelonés. Así particularmente en el entorno urbano de Barcelona, contrapuesto en gran medida a los movimientos rurales que, desde los ojos del personaje de Javier Miranda, al menos guardarían una cierta pureza idealista. Al regresar de un curioso periplo entre los huelguistas del campo catalán, su visión de la capital es francamente negativa.

 

La impresión que me produjo fue dramática. Lo que en el campo era liberación y alegría, en la ciudad era violencia y miedo. El corte de fluido eléctrico había sumido al conglomerado urbano en un laberinto tenebroso donde toda alevosía estaba encubierta y todo rencor podía saldarse impunemente. Si de día, con la luz, las calles eran el reino de predicaciones de la igualdad y la fraternidad, por las noches se convertían en el dominio indiscutido de hampones, mangantes y atropelladores (Mendoza, 2015, 451).

 

Este es, en conclusión, el fresco que Eduardo Mendoza ofrece del día a día en la lucha de clases de la Barcelona de 1919. El anarquismo, con su vertiente violenta ligada al pistolerismo, era el ecosistema perfecto para que “hampones, mangantes y atropelladores” pudieran saldar impunemente “todo rencor”. Un entorno, en suma, donde poder liquidar por procedimientos poco legales cada batalla de la lucha de clases y donde tanto los pistoleros anarquistas como unos industriales taimados y avariciosos —despojados ya del halo idealizado que les diera Agustí— encuentran el marco perfecto para protagonizar la acción de la novela negra que encarna, en última instancia, La verdad sobre el caso Savolta.

 

4. Conclusiones

 

Según lo que hemos observado, Mariona Rebull (1944) y La verdad sobre el caso Savolta (1975) constituyen dos novelas fundamentales para observar el tratamiento que la violencia anarquista barcelonesa ha recibido dentro de nuestra novelística del siglo XX. Igualmente, una comparativa entre ambas arroja un evidente cambio de perspectiva y relato que afecta a un tiempo a la técnica —el cómo— y al mensaje —el qué— de estas. Ambas fueron novelas de enorme éxito crítico y editorial en sus respectivas décadas y ambas guardan una neta historicidad con su periodo de escritura y publicación —la posguerra la primera, el tardofranquismo la segunda—. Así, en la novela de Agustí se ofrece un relato realista de corte decimonónico y con un punto de vista único, pese a contar con un narrador omnisciente y heterodiegético, gracias a un abundante uso del estilo indirecto libre que nos pone la mayor parte de las veces tras la mirada de Joaquín Rius, presentado como un heroico y tenaz industrial. En la obra de Mendoza, en cambio, la técnica fragmentaria y el multiperspectivismo permite construir un mosaico de voces —comisarios de policía, anarquistas idealistas o taimados, industriales de oscuro pasado, abogados de moral ambigua, enfermos mentales, etc.— que diluye cualquier discurso parcial y tendencioso. El resultado es una panorámica poco edificante de aquella lucha entre el progreso económico y la justicia social.

 

Tras años de lucha constante y cruel, todos los combatientes (obreros y patronos, políticos, terroristas y conspiradores) habían perdido el sentido de la proporción, olvidado los motivos y renunciado a los logros. Más unidos por el antagonismo y la angustia que separados por las diferencias ideológicas, los españoles descendíamos en confusa turbamulta una escala de Jacob invertida, cuyos peldaños eran venganzas de venganzas y su trama un ovillo confuso de alianzas, denuncias, represalias y traiciones que conducían al infierno de la intransigencia fundada en el miedo y el crimen engendrado por la desesperación (Mendoza, 2015, 366).

 

En este sentido, la crítica ha ofrecido lecturas contrapuestas sobre la historicidad de la novela de Mendoza. Basándose en su multiperspectivismo, algunos autores han querido ver en ella el método más riguroso para la caracterización histórica: “Mendoza sabe que la historia o, lo que es aún peor, la realidad, puede observarse desde puntos de vista muy diversos y solo la contemplación de todas las posibilidades, nos puede llevar a ella. Mendoza se acerca al hecho histórico desde el cuestionamiento, visitándolo con ironía” (Ruiz Tosaus, 2001). Para otros, en cambio, la ambientación histórica en la primera novela de Mendoza, lejos de ser uno de sus principales objetivos, se supedita siempre al artificio literario, aun a costa de la veracidad histórica (Díaz Navarro, 2011).

Más allá de las razones, lo cierto es que el relato histórico en La verdad sobre el caso Savolta no solo se diluye en múltiples perspectivas y narradores, sino que con ello se opera un proceso de extrañamiento evidente. Todo lo contrario sucede en Mariona Rebull, donde su discurso unívoco se identifica a un mismo tiempo con el protagonista, el narrador y el autor. La voluntad casi testimonial, más allá de lo ficcional, de la novela de Agustí se contrapone diametralmente, según lo visto, al enfoque múltiple y extrañado del relato de Mendoza. Su acercamiento a la violencia anarquista es, así mismo, opuesto. Si Agustí es en buena medida juez y parte, habida cuenta de su entorno familiar y su educación sentimental, Mendoza se acerca al fenómeno del pistolerismo barcelonés desde un punto de vista documental y netamente distanciado. En este sentido, sería un error ignorar el contexto histórico de las propias novelas, la diferencia que media entre escribir durante la consolidación del régimen franquista y su por entonces aún incierto desenlace. Finalmente, la técnica realista propia de los cuarenta frente al experimentalismo narrativo de los setenta explica a su vez el contraste entre los planteamientos discursivos de una y otra novela.

 

5. Notas


[1] Hay una larga discusión sobre cómo definir y qué entender por “novela histórica”. Según Adelaida Caro y Laura Carrillo (2017, 1) “se entiende por novela histórica aquella que, siendo una obra de ficción, recrea un periodo histórico preferentemente lejano y en la que forman parte de la acción personajes y eventos no ficticios”.

[2] Según señala José-Carlos Mainer, la revista Destino tuvo como misión “cohesionar dentro de una tónica falangista a los catalanes dispersos por la España nacionalista”, preconizando un discurso “al servicio de una burguesía ilustrada y liberalizada como la catalana” (1971, 45-46).

[3] Hasta el viraje diplomático del régimen franquista en 1942, sin embargo, la revista Destino dirigida por el propio Agustí estuvo muy lejos de presentar una visión aliadófila del conflicto europeo.

[4] Un interesante complemento a su novelística se encuentra en sus memorias Ganas de hablar, publicadas por Planeta (Agustí, 1974). Para un conocimiento más exhaustivo e informado sobre la vida del escritor catalán, véase la extensa biografía realizada recientemente por Sergi Doria (2013).

 

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Nota sobre el autor

 

Antonio Rivero Machina nació en Pamplona en 1987. Es doctor internacional en Estudios Filológicos y Lingüísticos por la Universidad de Extremadura. Ha publicado más de una decena de artículos de investigación en revistas especializadas, como CastillaAnales de Literatura Hispanoamericana y Archivum, o divulgativas como Turia y Quimera. Premio extraordinario de licenciatura y Premio extraordinario de doctorado, fue ganador del II Premio Internacional de Investigación Literaria “Ángel González” de la Universidad de Oviedo por su ensayo Posguerra y poesía. Construcciones críticas y realidad histórica (Anthropos, 2017). Ha impartido docencia y conferencias en varias universidades de España, Italia y Portugal. Sus investigaciones se centran en la literatura española contemporánea y en el comparativismo ibérico de los siglos XVII y XX. ORCID: 0000-0002-8877-9375 

 

 

 

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