Philologica Canariensia 31 (2025), pp. 43-57                                                             

DOI: https://doi.org/10.20420/Phil.Can.2025.759                                                                                                                                                                         

Recibido: 1 de julio de 2024; versión revisada aceptada: 16 de septiembre de 2024

Publicado: 30 de mayo de 2025

 

 

 

 La cicatriz en la ficción sobre el terrorismo etarra

 

The Scar in Fiction About ETA Terrorism

 

La cicatrice dans la fiction du terrorisme d’ETA

 

 

María Dolores Alonso Rey

Université d’Angers

ORCID: 0000-0003-1512-6821

 

 

 

 

Resumen

 

El fenómeno terrorista y los traumas que ha generado se han convertido en una materia para el ejercicio artístico. El objetivo de nuestro trabajo es analizar la dialéctica temporal y simbólica de la cicatriz en ficciones sobre el terrorismo de ETA: “Golpes en la puerta” (2006) y Patria (2016) de Fernando Aramburu, Nunca serás un verdadero Gondra (2021) de Borja Ortiz de Gondra y Purgatorio (2022) de Jon Sistiaga. La cicatriz puede ser visible, invisible o deseada.  Es huella corporal de la violencia física sufrida, recurso metafórico para expresar la violencia psicológica padecida o expresión del deseo de reparación futura.

Palabras clave: cicatriz, vulnerabilidad, terrorismo, violencia, País Vasco

 

Abstract

 

The terrorist phenomenon and the traumas it has generated have become a subject for artistic endeavor. The objective of our work is to analyze the temporal and symbolic dialectics of the scar in fictions about ETA terrorism: “Golpes en la puerta” (2006) and Patria (2016) by Fernando Aramburu, Nunca serás un verdadero Gondra (2021) by Borja Ortiz de Gondra, and Purgatorio (2022) by Jon Sistiaga. The scar can be visible, invisible, or desired. It is a bodily mark of the physical violence endured, a metaphorical resource to express the psychological violence suffered, or an expression of the desire for future reparation.

Keywords: scar, vulnerability, terrorism, violence, Basque Country

 

Résumé

 

Le phénomène terroriste et les traumatismes qu’il a générés sont devenus un sujet pour l’exercice artistique. L’objectif de notre travail est d’analyser la dialectique temporelle et symbolique de la cicatrice dans des fictions sur le terrorisme d’ETA : « Golpes en la puerta » (2006) et Patria (2016) de Fernando Aramburu, Nunca serás un verdadero Gondra (2021) de Borja Ortiz de Gondra et Purgatorio (2022) de Jon Sistiaga. La cicatrice peut être visible, invisible ou désirée. Elle est une trace corporelle de la violence physique subie, une ressource métaphorique pour exprimer la violence psychologique endurée ou une expression du désir de réparation future.

Mots-clés : cicatrice, vulnérabilité, terrorisme, violence, Pays basque

 

 

 

1. Introducción

 

La banda terrorista ETA ratificó el alto el fuego en 2011 y se disolvió en 2018. Asesinó a 861 personas, hirió a 2632 y secuestró a 86 (cfr. Víctimas mortales de ETA, s. f.). Produjo además una gran cantidad de víctimas, amenazados y exiliados que han vivido con heridas físicas y psicológicas. Las cicatrices físicas pueden ser el resultado de lesiones, amputaciones o mutilaciones causadas por explosiones, tiroteos u otros actos violentos. Las cicatrices emocionales se manifiestan mediante el trastorno de estrés postraumático, la ansiedad y la depresión, resultado de la pérdida de seres queridos, del miedo constante, de la incertidumbre sobre la propia seguridad y de la lucha por adaptarse a una nueva vida.

El fenómeno terrorista y sus consecuencias traumáticas han generado toda una serie de productos culturales. Así, numerosas obras de ficción y no ficción han visto la luz y han sido bien acogidas por el público. Esta “productividad cultural efectiva”, como la denomina Marco Kunz (2009, p. 409). anhela conseguir “[…] una catarsis terapéutica […] a través de la experiencia estética procurada por los productos culturales”.  El alcance terapéutico de estos textos proviene del impulso ético de sus autores, que se preocupan tanto por las víctimas directas del terrorismo como por toda la sociedad herida, vulnerable. 

Bernet (1997, p. 437) sostiene que el pensamiento sobre la vulnerabilidad, sobre el encuentro con el otro, es el problema filosófico central de nuestra época.  Levinas (2014, p. 134) define al hombre como “el ser que ha entendido y comprendido el mandamiento de la santidad en el rostro del hombre”. Entiende que la humanidad es dar preminencia al otro, a su vida sobre la propia. Concibe la santidad como categoría ética, como el modo de responder del otro, de preocuparse de él. Con la noción de “rostro” se refiere a la vulnerabilidad, a la radical soledad del otro, que es una especie de prefiguración de la muerte.

Pensar al otro lleva a pensar la frontera entre el yo y el otro. De ahí surge un pensamiento sobre la piel, frontera que protege y expone a la vez. Pero la vulnerabilidad y la exposición recíprocas del yo y del otro crean una forma de comunidad, como recuerda Bernet (1997, p. 441). Así que la piel, la vulnerabilidad de los seres y la preocupación por el otro se convierten en ejes del pensamiento actual. Vulnus significa ʻheridaʼ en latín. La herida, la cicatriz sobre la piel, sobre el espacio natural o urbano, son marcas de vulnerabilidad que interesan también a los creadores literarios, como bien ha demostrado Ioana Gruia (2015, p.10). Por ello, el objetivo de nuestro trabajo será analizar la dialéctica temporal y simbólica de la herida y la cicatriz en cuatro ficciones sobre el terrorismo de ETA: “Golpes en la puerta” (Los peces de la amargura, 2006) y Patria (2016) de Fernando Aramburu, Nunca serás un verdadero Gondra (2020) de Borja Ortiz de Gondra y Purgatorio (2022) de Jon Sistiaga. El libro de cuentos se escribió y publicó cuando la banda terrorista ETA estaba en activo; las tres novelas, una vez ya había ratificado el alto el fuego (2011) y se había disuelto (2018).

Los textos han sido elegidos, en primer lugar, por conformarse al tema que tratamos: presencia de personajes heridos, portadores de cicatrices o deseosos de ellas. La imagen de heridas y cicatrices no es propia de textos de ficción, sino que está muy presente también en proyectos memoriales y trabajos historiográficos que reivindican la reparación de la sociedad como su objetivo final, pues deben contribuir a “vivir en paz, pero sanando las heridas del pasado, construyendo una memoria justa para el futuro y asentando los pilares para impedir que vuelva a suceder” (Segovia, 2023).

En segundo lugar, estas novelas se han seleccionado por su valor en la evolución de la representación del terrorismo en la literatura. Los textos de Aramburu aspiran a representar de forma total la violencia presente en la sociedad vasca delimitando claramente las víctimas y los victimarios. Sistiaga presenta en Purgatorio un personaje complejo, dual, caracterizado por ser a la vez víctima policial y terrorista arrepentido-justiciero; lo que no significa que en su texto haya equidistancia hacia el terrorismo. La novela de Ortiz de Gondra reivindica el deseo de pasar página, de llegar al olvido. Pero esta aspiración exige previamente la memoria y la condena del terror. Los tres autores se posicionan, pues, éticamente ante la violencia y el terror. En sus textos no se encuentran justificaciones para avalar la violencia política. Es bien sabido que hay escritores e investigadores que condenan este tipo de posicionamientos. Edurne Portela, por ejemplo, invalida los relatos de Los peces de la amargura, ya que “subrayando la radicalidad de los otros, nos facilita no plantearnos nuestra propia complicidad, nos permite no profundizar en nuestro conocimiento y, por tanto, ensanchar nuestra imaginación viéndonos como parte activa en este conflicto” (Portela, 2016, p. 188). Entre otras varias condenas, destaca igualmente la novela Ojos que no ven de González Saiz por crear lo que ella llama “personajes negativos unidimensionales” (Portela, 2016, p. 183). Otros investigadores que tratan del “conflicto vasco” excluyen a escritores como Fernando Aramburu o Raúl Guerra Garrido por ocuparse del terrorismo o por no formar parte de la literatura vasca, dado que no escriben en euskera (Rodríguez Jiménez, 2019, p. 25).

Efectivamente, también en el ámbito de las letras y de las artes se libra la llamada “batalla por el relato o los relatos”[1] en la que unos imponen un relato panvictimista para equiparar a toda clase de víctimas y otros diferencian entre quienes ejercieron la violencia con fines políticos y quienes la padecieron, para deslegitimizarla (Fernández Soldevilla y López Romo, 2019). De ahí que se pida que la víctima ocupe un papel central, pues, como señala Martín Alonso (2016, p. 119), su importancia radica en que representa “al conjunto de la sociedad, es el símbolo de una agresión al Estado de Derecho […] y tiene por ello una dimensión pública que se superpone a la privada”.  Afortunadamente la literatura y el cine de finales del siglo XX y comienzos del XXI han ido centrándose progresivamente en ella.[2] 

En el presente trabajo sobre las cicatrices producidas en el ámbito del terrorismo analizaremos, en primer lugar, el tratamiento literario de la cicatriz física; posteriormente, nos centraremos en la cicatriz emocional y, por último, en la cicatriz como deseo y objetivo.

 

2. La cicatriz visible

      

Según Hélène Cixous (Calle-Gruber y Cixous, 1994, p. 26) la cicatriz es una narración sobre la piel que muestra un cuerpo con historia, con su historia. Esta narración apunta a dos temporalidades sucesivas y contrapuestas: la del dolor y la de la sanación. La cicatriz crea una tensión que pone al contemplador o al lector ante la expectativa de una narración por venir que incluirá la génesis de la marca y su función. Si esta tensión siempre está presente, en los relatos sobre terrorismo se agudiza, dado que la marca puede provenir de una violencia que entraña graves consecuencias éticas ¿Cómo se presenta la historia de las marcas corporales, qué función y qué valores simbólicos alcanzan en la economía de las ficciones sobre el terrorismo de ETA?

En los relatos de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), los personajes terroristas suelen estar encarcelados y marcados por cicatrices o por la psoriasis, como si la pérdida de costras y de escamas cutáneas remitiera a la serpiente que muda la piel. La serpiente hace referencia inevitablemente al logotipo de ETA: una serpiente enrollada a un hacha; logotipo omnipresente en textos escritos o pintados en las paredes de la geografía vasca. La muda de la serpiente se utilizaba en la literatura emblemática como imagen paulina del hombre viejo que debía desprenderse del pecado y del vicio para acceder al hombre nuevo de vida recta y santa (cfr. Villava, 1613, Primera parte, Empresa 40, Del mortificado, fol. 89 r°).  En los textos que nos ocupan, la piel que se desprende es tanto marca de enfermedad como de pertenencia a la banda terrorista.

En Patria, la cicatriz puede aparecer como mero signo físico distintivo e individualizador del sujeto. Así, cuando Joxe Mari, colaborador en el asesinato de Txato, y su compañero de comando son recibidos por dos camaradas etarras cuyos nombres verdaderos deben ignorar, las particularidades físicas adquieren mayor categoría identificadora que el apodo.[3] Joxe Mari repara en la cicatriz de Caballo e inmediatamente emite una hipótesis sobre la génesis de la señal. El origen de la marca tendría causas naturales, sería por tanto arbitrario, fruto de la lotería genética y de la cirugía reparadora: “él, […] tenía bajo la nariz una cicatriz en curva como de haber sido operado alguna vez de labio leporino” (Aramburu, 2016, p. 497). 

El mismo Joxe Mari posee también una cicatriz que deja de ser invisible: “empezó a quedarse calvo y un día, al mirarse en el espejo, comprobó que el pelo ya no le alcanzaba para tapar la cicatriz” (Aramburu, 2016, p. 614). La visibilidad de la cicatriz es consecuencia del paso irreversible del tiempo. La calvicie y la cicatriz se convierten en las marcas ostensibles de la pérdida de la juventud, en el anuncio de la madurez. Pero, al mismo tiempo, la cicatriz simboliza la juventud perdida en la cárcel. Es el estigma de una violencia carcelaria banal, sin mística ni épica que despoja a su portador de cualquier heroicidad: “se vio envuelto en una pelea con dos presos comunes. […] Y aunque los tumbó, plis plas, sin dificultad, no pudo evitar que uno de ellos lo pillase desprevenido y le abriera una brecha en la cabeza con una silla” (Aramburu, 2016, p. 614).

Frente a la violencia ordinaria e impulsiva que se da entre reclusos y que deja marcas manifiestas, se sitúa la violencia sufrida en los interrogatorios. Cabe destacar que tanto el personaje del terrorista como las secuencias de violencia policial parecen inspirarse fielmente en el relato testimonial del exterrorista arrepentido Iñaki Rekarte: Lo difícil es perdonarse a uno mismo (cfr. Miró, 2020).

La cohabitación entre hechos de ficción y la realidad de un marco referencial histórico preciso puede considerarse como una característica de la escritura de Aramburu, que juega a borrar las fronteras entre realidad y ficción.

La violencia policial es una violencia calculada que lleva al cuerpo del joven violentado al límite de la ruptura, al límite del diagnóstico. Los servicios médicos penitenciarios rechazan las acusaciones de tortura que Joxe Mari profiere basándose en la falta objetiva de indicios: “¿Algún hueso fracturado? ¿Alguna hemorragia? ¿Nada? En todo caso, que hablase con el juez, […]. Joxe Mari, la cara hinchada, pero sin heridas visibles, no insistió” (Aramburu, 2016, p. 509). Cuando los indicios pueden convertirse en pruebas fehacientes de tortura por descargas eléctricas, el cuerpo médico se encarga de atenuar o de eliminar las marcas corporales: “Lo llevaron al forense, el cuerpo punteado de corros rojizos, pequeñas quemaduras y alguna que otra herida sangrante. El médico se las cubrió con una pomada” (Aramburu, 2016, p. 509).

La reparación del cuerpo mediante la aceleración de la cicatrización encubre una violencia ilegal, secreta. Las marcas dejadas en la piel se erigen no solo en pruebas de la victimización del detenido sino también en el signo vergonzoso de la claudicación del terrorista que acaba confesando. Las secuelas físicas se minimizan al tiempo que se agrandan las anímicas: “y la bola de odio no paraba de agrandársele dentro del cuerpo, […] dijo que se prestaba a declarar y respondió seco, escueto, con su marcado acento vasco” (Aramburu, 2016, p. 510).

Esas secuelas anímicas son indelebles, como explica Jean Améry (1995, pp. 83-84): “El que ha sido torturado sigue siendo un torturado. La tortura está marcada en su carne a sangre y fuego, incluso cuando ninguna huella clínicamente objetiva es localizable”.[4]

Diez años antes de la publicación de Patria, Aramburu hizo de un terrorista encerrado en una célula de aislamiento el protagonista del cuento “Golpes en la puerta”. La cicatriz del preso parece un elemento menor al principio del relato, cuando en realidad es un elemento narrativo crucial; su sentido solo se desvela al final.

Los funcionarios de prisiones someten al preso condenado a malos tratos que no dejan huellas corporales. El origen de esta violencia se encuentra en el deseo de venganza ante los asesinatos y atentados terroristas. Le impiden dormir mediante ruidos, encendido de luces, registros inopinados y despojo de objetos y ropa. A consecuencia de esta violencia, el personaje está escindido entre cuerpo y mente. Esta disociación estructura la forma del relato. El tiempo de la acción se centra en la violencia que el cuerpo del preso sufre a manos de la institución penitenciaria. El cuerpo se cosifica: se convierte en medio para destrozar al terrorista psicológicamente. Paralelamente, el lector accede al mundo mental del preso, alejado de su realidad corporal y temporal. Al mundo mental del condenado pertenecen, por un lado, los recuerdos con su amigo-tutor de la infancia y primera adolescencia en las que se gestó la génesis de ambos terroristas y, por otro, el diálogo que mantiene con la lámpara de su celda en la temporalidad de la acción de la diégesis.

El cuerpo desnudo del preso presenta las marcas de su enfermedad dermatológica no tratada —psoriasis—[5] y una cicatriz que le cruza la frente. Al carecer de espejo en la celda, el sentido del tacto es el único que le pone en relación con la cicatriz. Tocarse la cicatriz se ha convertido en un reflejo que lo calma y que le ayuda a establecer un diálogo mental con su pasado: “Se la toca, se acaricia, se la rasca a menudo, a veces despacio, como para avivar los recuerdos, a veces lleno de inquietud” (Aramburu, 2009, p. 174). La cicatriz aparece primero como una frontera entre su mundo corporal sometido al rigor de los carceleros y su mundo mental, que es el de los afectos recordados: la amistad y la aceptación por parte de su amigo, pese a proceder de una familia inmigrante y carecer de la preceptiva sangre vasca.

La cicatriz podría parecer un detalle corporal menor en la economía narrativa. Crea una expectativa que lleva a pensar que esa cicatriz tal vez sea el resultado de malos tratos policiales o penitenciales, de juegos infantiles o de acciones terroristas. Sin embargo, cuando se efectúa el relato de su génesis, se crea la sorpresa, al tiempo que se modifica radicalmente la percepción del personaje. La existencia de la cicatriz se debe a una automutilación tras delatar a su amigo-tutor: “el corte se hizo al embestir contra la pared del calabozo, por desesperación, por remordimiento, la noche del interrogatorio en que […] reveló las señas del garaje donde solían preparar los coches con los que atentaban en Madrid” (Aramburu, 2009, p. 174). Cambia en cierto modo también la imagen de los policías que pasan de dañarlo a protegerlo de su propia violencia: “se dio de cabezadas […] Qué ruido haría que los interrogadores entraron a pararlo y lo tuvieron que atar a la litera” (Aramburu, 2009, p. 175). La cicatriz no solo es un vector narrativo que explica la circunstancia vital del preso y su dolor psíquico, sino que se convierte también en el término primario de una metáfora. La cicatriz es “Una acusación. Un castigo” (Aramburu, 2009, p. 174). Así pues, mediante la metaforización, la cicatriz llega a adquirir también una dimensión simbólica. La autolesión simboliza la ruptura del compromiso con la banda y de la lealtad a su amigo-mentor. La cicatriz es la marca de la claudicación, la delación y la culpabilidad por la muerte de su amigo: “Luego leí en el periódico que tú empezaste a disparar a lo bestia, aunque te tenían rodeado. A quién se le ocurre” (Aramburu, 2009, p. 175).

La cicatriz es, pues, el elemento cumbre del cuento. Marca de por vida al personaje como traidor y como víctima de una amistad que lleva a la perdición y a la tragedia. Así pues, la cicatriz no parece ser solo una narración, como señalaba Cixous (Calle-Gruber y Cixous, 1994), sino también una significación, como certeramente apunta Le Breton (2024, p. 19), para quien las cicatrices “encarnan un valor que depende de la interpretación que de ellas hagan los portadores según su historia vital y las circunstancias que las produjeron”.[6]

En la novela Purgatorio (2022) de Jon Sistiaga (Irún, 1967), las cicatrices adquieren una dimensión distinta. El protagonista de Purgatorio es un personaje complejo que presenta una triple condición: la de asesino, torturado y arrepentido. Esta triple condición impone una estructura tripartita al relato que se presenta de forma cronológica. La acción se desarrolla durante doce días. La linealidad cronológica viene interrumpida por los fragmentos del diario del empresario, secuestrado y asesinado. Tanto el título Purgatorio como la estructura tripartita, más el hecho de que el protagonista escriba y tuviera como apodo “Poeta”, remiten a la obra homónima de Dante, dedicada a la reflexión, al arrepentimiento y a la expiación.

El asesino arrepentido, nunca condenado, ha decidido entregarse a la policía para asumir las consecuencias penales de sus actos pasados. Se ve como una víctima manipulada por la organización, maltratada por la policía, presa de la culpabilidad por haber asesinado y de su cobardía por haber callado. Comunica su decisión a la hija de su víctima, a su compañero de comando y al policía que lo torturó. Desea que la víctima conozca a los autores materiales e intelectuales del secuestro y asesinato de su padre y pretende obligar a su excompañero de comando y a su torturador a denunciarse. Purgatorio es una ficción que problematiza la violencia en el País Vasco y la trata en su globalidad. El protagonista se representa de manera compleja; quizá sea esto del gusto de Edurne Portela (2017, p. 124), para quien “representar a la víctima y al perpetrador como entidades impermeables, inamovibles y dentro de un binomio claro y diferenciado no ayuda a reivindicar a la víctima sino a mantenerla aislada en su diferencia radical”.

Al asesino arrepentido le mueve un impulso moral de verdad y justicia. Para convencer y presionar a la tríada, le aporta pruebas del pasado. A la víctima le presenta textos del diario del secuestro de su padre; al compañero de comando, una fotografía en la que se le ve apuntando al secuestrado con una pistola y al policía, sus marcas de tortura. Las señales corporales se convierten en un instrumento de comprensión y de coacción. El cuerpo marcado indica la posición del terrorista en la jerarquía de la organización. Tienen los cuerpos señalados con cicatrices los subalternos ejecutantes: la carne de cañón. De igual modo el territorio del País Vasco se presenta como territorio cicatricial invisibilizado. Los zulos, en los que se sepultaron secuestrados y armas, conforman una “arqueología terrorista” (Sistiaga, 2022, p. 122) abocada al olvido: “[los zulos] Son pequeños repositorios de memorias violentas […] que se perderán indefectiblemente” (Sistiaga, 2022, p. 122). Los cuerpos de los jerarcas intelectuales que dispensaban la doctrina de la banda y ordenaban los asesinatos carecen de marcas. Sus vidas y sus cuerpos están intactos. Tampoco frecuentaban los espacios horadados en el subsuelo, pues sus espacios siempre fueron los de la superficie y el ágora. Tras el cese de la violencia terrorista, los activistas marcados en sus cuerpos y psiques no solo critican la estructuración jerárquica, sino que se descubren a sí mismos como víctimas de ella: “Escribías panfletos que tirábamos en la universidad y en las fábricas, pero nunca saliste de tu despacho […] Ibais de élite de la revolución. ¡El Politburó! Eso sí, José Luis, tú siempre conseguiste mantenerte el margen. Ni te cogieron, ni te torturaron, ni te comiste tu condena. Nada” (Sistiaga, 2022, p. 176). La plácida vida de los autores intelectuales de los atentados es posible gracias al silencio protector del protagonista en las sesiones de tortura. Las cicatrices del cuerpo del asesino arrepentido son tanto muestras de su lealtad a la causa y a la banda como de su baja posición jerárquica.

Jean Améry (1995, p. 72) reflexiona sobre la tortura y la piel en términos de violación: “la superficie de mi piel me aísla del mundo externo: en esa superficie tengo derecho […] a no tener que sentir más que lo que yo quiero sentir. Ahora bien, el primer golpe recibido rompe la confianza en el mundo. […] Es como una violación”.[7] Frente al policía, el protagonista de Purgatorio presenta las cicatrices como estigmas de una violación más que como señales de una práctica ilegal durante los interrogatorios. Se las muestra como pruebas irrefutables de la verdad del pasado para obligarle a reconocer su falta: “Lo que me hiciste ha marcado el resto de mi vida. Me falta una uña, tengo erosiones negruzcas por todo el cuerpo y un dolor crónico en lo riñones […] me humillaste, me quebraste los huesos y me arrancaste la autoestima” (Sistiaga, 2022, p. 25). En realidad, para el policía esas cicatrices son inoperantes ya que, personal y profesionalmente, ha reconsiderado la eficacia de la tortura. Le pide perdón en privado sin equiparar la violencia sufrida por el asesino con la infligida al asesinado: “Sánchez no miró las escaras negruzcas de la espalda de Etxebeste [...] con el tiempo me di cuenta de que […] la mayor parte [de la inteligencia que recogíamos] era inservible […] Lo siento. Estuvo mal. […] Imanol no puede contar todo lo que le hicisteis. Y tú sí” (Sistiaga, 2022, pp. 270-272).

En los terroristas las cicatrices perceptibles son algo más que el signo de una violencia del pasado. Pueden cargarse de valor simbólico o pueden instrumentalizarse en el presente. En cambio, en las víctimas del terrorismo, la ausencia de marcas corporales no significa la ausencia de trauma ni de relato.

 

3. La cicatriz invisible

 

En las novelas que analizamos, los familiares del empresario asesinado no presentan marcas corporales de una herida lejana. El dolor se extiende hasta el presente, se evidencia o se invisibiliza voluntariamente. Las metáforas de la secuela física (herida/cicatriz) se convierten en el único recurso retórico a disposición de la víctima, traumatizada psicológicamente, para expresar su situación y la posibilidad de mejora. La imagen de la cicatrización expresa un deseo de sanación.

En Patria, de Fernando Aramburu, las víctimas arrastran las secuelas tras el asesinato del padre de familia. Bittori, la viuda, habla sola; Xabier, el hijo, es alcohólico; Nerea, la hija, sufre de disonancia cognitiva: su vida desenfadada encubre el culto mortuorio que rinde en privado a su padre. La hija ha decidido participar en encuentros restaurativos entre terroristas y víctimas organizados por instituciones penitenciarias.[8] Para que su familia acepte su iniciativa y comprenda sus necesidades psicológicas, usa las metáforas de la herida que supura y de la cicatriz. Si el trauma es la herida que supura, la cicatriz “es ya una forma de curación” (Aramburu, 2016, p. 130). La sanación consistiría en “que al mirarme en el espejo vea no solo la cara de una persona reducida a ser una víctima” (Aramburu, 2016, p. 130). Concibe, pues, los encuentros restaurativos no solo como una experiencia social, sino como una experiencia terapéutica personal. Su madre se sirve de la misma metáfora: “Todo mi cuerpo es una herida. […] Y si al final me quedara una cicatriz, sería como la de quien se quemó por completo. Yo entera sería una cicatriz” (Aramburu, 2016, p. 130). Como metáfora de la curación psíquica, la hija propone la imagen de una cicatriz localizada, más pequeña que la herida inicial y que con el paso del tiempo puede atenuarse. Frente a ella, la madre opone la de la cicatriz imborrable, extensa, deformante e invalidante, resultado de lesiones devastadoras severas. Con esta imagen de secuelas cicatriciales irreversibles, la madre reafirma su condición de víctima del terrorismo e invalida la visión sanadora que su hija atribuye a los encuentros entre víctimas y terroristas con delitos de sangre. En el combate dialéctico, la hija usa la metáfora con valor ilocutivo: es un elemento retórico con el que obtener la aprobación de la familia. Para la madre, prima su valor perlocutivo (Escandell Vidal, 1993, pp. 67-70), pues, al usar la misma imagen intensificada, destruye en su hija tanto la pertinencia del método de sanación como su pretensión a renunciar a su identidad de víctima del terrorismo. Pero bien sabemos que la imagen del cuerpo como cicatriz total es mucho más que un recurso retórico en un combate dialéctico de novela. La hipérbole de este personaje de ficción responde a la realidad de numerosos heridos, víctimas de atentados. Jiménez Ramos y Marrodán Ciordia (2019, pp. 274-289) exponen el caso de Jon Ruiz, ertzaina herido gravísimamente en Rentería en 1995.

En Purgatorio, la sanación psíquica y emocional de la víctima se asimila metafóricamente a un proceso de reparación física de una herida. La huérfana busca cerrar el duelo que comenzó 30 años atrás, con el reconocimiento del cadáver de su padre secuestrado y asesinado y que acaba con el descubrimiento de los autores, tras la confesión del asesino arrepentido. Contrariamente a lo que ha venido creyendo, no es el mero conocimiento de los autores, su condena o arrepentimiento lo que restaura su pasado, sino acceder a la verdad de los hechos. Para ella, solo esta posee capacidad cicatricial, al margen de toda consideración social: “Alasne no necesitaba que le pidiera perdón ninguno de ellos, solo quería la verdad. Incluso por encima de una condena. Necesitaba […] la cicatrización de su duelo” (Sistiaga, 2022, p. 360).

En ambas novelas, el fin del trauma de la víctima del terrorismo se expresa verbalmente mediante el uso de la metáfora de la cicatrización. La herida es el término imaginario del trauma psicológico, emocional, personal e indecible y la cicatriz lo es de su superación. En los casos de víctimas indirectas del terrorismo,[9] la cicatriz se intuye como el fin de un proceso de cauterización de las heridas pasadas. En cierto modo es una cicatriz personal anhelada.

 

4. la cicatriz deseada

 

En la autoficción[10] metafictiva Nunca serás un verdadero Gondra,[11] la imagen de la cicatrización aparece explícitamente en relación con el paisaje urbano. Las naves industriales del siglo XX, tristes y contaminantes, han sido sustituidas por zonas residenciales de arquitectura contemporánea que Borja, el protagonista, contempla molesto: “quien ha conocido la herida reconoce la cicatriz […] mi ojo se negaba a ver lo que aparecía a la vista […] por más que lo intentaba algo se revolvía en mí ante esta versión amable e higienizada de aquellos cochambrosos edificios industriales de cristales rotos y paredes ennegrecidas de pintadas” (Ortiz de Gondra, 2021, p. 140).

La cicatriz, la nueva estética urbana, es considerada más como una máscara que como una auténtica reconstrucción. La belleza reparadora es efímera a los ojos que perciben, mientras que los ojos del recuerdo hacen surgir el paisaje originario: la fealdad, la herida. Para el contemplador, la modificación del espacio no implica la anulación de su pasado. Conviven ambas temporalidades, se superponen. Esta experiencia espaciotemporal del contemplador se nos antoja metáfora del complejo proceso de restauración personal y social del que trata esta novela. Parece que pone en guardia al lector para que no se identifique cicatrización con final feliz, en una sociedad que ha sido sometida a la violencia terrorista.

Ahora bien, en la novela, la cicatriz es deseada y buscada tanto en el ámbito personal como familiar, microsocial. Los personajes oscilan entre el deseo de “cerrar heridas, restañar heridas” y el temor a “abrir o reabrir heridas”. La cicatriz simboliza la posibilidad de poner punto final a una cadena de violencias familiares y sociales.

Borja de Gondra, escritor homosexual afincado en Nueva York, trabaja como traductor de español en la ONU. Dejó atrás a su familia y al país vasco en 1998, cuando se le insultó públicamente en la boda de su hermano. Se le reprochaba su despreocupación por la situación familiar (su familia estaba siendo extorsionada por sus parientes etarras) y sus relaciones íntimas con un antiguo amante, miembro de ETA. Pese al alejamiento, sufre de la culpabilidad.  Regresa a su pueblo, Algorta, para decidir el futuro de la concesión familiar del cementerio y para recabar información sobre su hermano fallecido con el objetivo de escribir una novela. Fiel a la tradición familiar, sabe que no debe permitir que en ese panteón se entierre a la familia de su prima, extorsionadora de la suya.

En la cultura vasca, “la muerte aparece como una especie de regresión fetal al útero materno, a la madre tierra y al inconsciente colectivo con el fin de re-volver, transmutarse, renacer. De este modo la tumba […] implica la concepción de un lugar de renacimiento” (Ortiz-Osés y Mayr, 1982, p. 57). La tumba adquiere, en este texto, el estatus de un espacio cuasi sagrado tal y como lo tiene la casa en la mitología vasca: un espacio inviolable donde se congregan los vivos y los antepasados “que […] procuran ayudar a los suyos o participar oblicuamente en su vida” (Ortiz-Osés y Mayr, 1982, p. 53). Por ello, el panteón es tan importante para la prima de Borja. Por su parte, él está habitado por las voces de sus antepasados que quieren dictarle su conducta.

Borja es un personaje escindido entre el pasado y el presente, entre su tierra natal y Nueva York, entre la memoria como obligación moral familiar y autoimpuesta y el olvido como posibilidad individual de apaciguamiento. Nueva York le brinda una nueva visión del olvido. David Rieff se introduce en la diégesis como personaje de ficción dando una conferencia sobre su ensayo In Praise of Forgetting (2016).[12] La irlandesa Mary Doyle cuenta el encuentro con el asesino de su hijo en el marco de la justicia restaurativa y Ruth Schlemovich, que trabaja en comisiones sobre la verdad en Guatemala, explica a Borja cómo, en calidad de descendiente de víctimas de la Shoa, aplica a su vida personal un nuevo imperativo moral: el deber de olvido. Las tres intervenciones instruyen al protagonista al tiempo que le ayudan a universalizar la violencia terrorista del País Vasco, que pierde así parte de su excepcionalidad. Por un lado, Rieff cuestiona las virtudes reparativas de la memoria histórica, que a su juicio perpetúa el agravio, y, por otro, proporciona la metáfora del olvido como cicatrización: “algún día habrá que dejar que la sangre se seque y la hierba vuelva a crecer sobre las tumbas, porque, si no, las heridas no se cerrarán jamás” (Ortiz de Gondra, 2021, p. 277). Memoria y olvido no se anulan, sino que aparecen como etapas sucesivas y necesarias en la reconstrucción del tejido social y del mundo psíquico de los descendientes de las víctimas.

Ahora bien, “cerrar las heridas” no significa lo mismo para todos los personajes de esta autoficción. Para la prima de Borja, el enterramiento en el panteón vedado determina el cierre o la abertura de las heridas: “Déjame que los entierre en el panteón de los Gondra. Cerremos las heridas de una vez […] Mezclemos de una vez las cenizas y que esto acabe por fin” (Ortiz de Gondra, 2021, p. 383). En un primer momento, Borja asume el mandato familiar y se opone a que la rama etarra de la familia sea enterrada junto con los suyos. Después claudica y acepta la presencia de parientes en el panteón en aras de una posible reconciliación. De este modo acaba asumiendo la metáfora de sus oponentes.

En cambio, para Borja, “cerrar las heridas” abarca diferentes acciones: escribir una novela con la historia de su hermano, que su prima le pida perdón, que ella escriba su versión del pasado para incorporarla a su futura publicación. Borja se dispone, pues, a “cerrar las heridas” del pasado mediante la escritura de una novela que cuente todo lo ocurrido en la boda de su hermano. El novelista se ve impelido por el mandato de sus antepasados a ser portavoz de las heridas, de las violencias, sufridas desde generaciones: “sé tú más listo, borra las huellas, di nuestra herida con otros nombres: miente para contar nuestra verdad” (Ortiz de Gondra, 2021, p. 366). Él será la voz de su familia, víctima del terrorismo y de conflictos históricos que remontan a las guerras carlistas, y su propia voz, víctima de su propia familia por su condición sexual. Para llevar a cabo su propósito, debe buscar la verdad de los hechos. Comienza una búsqueda condenada al fracaso. Escribe dieciocho capítulos, pero es incapaz de escribir el decimonoveno, reservado a la humillación que su familia le infligió en público el día de la boda de su hermano. Al mismo tiempo teme los conflictos familiares que pueda acarrear la publicación del relato ficticio de los daños pasados: “¿hacer público lo que ocurrió no sería reabrir las heridas?” (Ortiz de Gondra, 2021, p. 395). En realidad, teme que el deber de memoria individual choque con la memoria colectiva que se ha ido imponiendo, ante su sorpresa, en el pueblo dominado por los filoterroristas. Posteriormente, ante la imposibilidad de transformar su diario en ficción, renuncia a publicar su novela para que no se rompa la tenue reconciliación que ha ido construyendo con su prima. La escritura deja de ser un deber impuesto por los antepasados para convertirse en una justificación de índole privada que acalla su culpabilidad y que opera su sanación:

 

“Cumpla su deber de memoria. Y después, el olvido.” Pienso todas las noches en esas palabras que me dijo la semana pasada Ruth Schlemovich […]; las invoco como un mantra antes de sentarme al ordenador en este invierno que no termina, queriendo encontrarles un sentido, comprender yo mismo por qué sigo haciendo esto, por qué me empeño en reconstruir aquellos días aciagos en torno a la boda de Juan Manuel y convertirlos en una novela que no tendrá editor ni lectores ni habitará nunca en biblioteca alguna, porque no hay destinatario posible, porque en realidad la escribo para explicarme y explicarle a mi hermano que ya no está lo que hice y cómo me equivoqué, y solo podrían leerla y quizás entenderla y agradecérmela mi prima segunda y esa adolescente que no debe de saber nada de nada. (Ortiz de Gondra, 2021, p. 133)

 

La renuncia a la prohibición del entierro de los parientes en el panteón familiar y a la publicación de la novela son su manera de romper la cadena de violencias familiares. Pone en práctica lo aprendido teóricamente en Nueva York para dar paso al derecho al olvido. No obstante, Borja es consciente de que su decisión para cerrar las heridas es un mero gesto solo realizado por las víctimas. Los victimarios ni trabajan por el olvido ni ahorran la violencia. Su prima, que ha logrado enterrar a su madre etarra en el panteón para cerrar, según ella, las heridas familiares, en realidad, sigue trabajando para mantenerlas abiertas. El novio de su hija, hijo de un concejal asesinado por ETA, es considerado enemigo: “yo pienso en las palabras crueles y rencorosas que pronunció Ainhoa con respecto a Enrique, el novio de su hija (etsaia, lo llamó, recuperando una expresión del pasado: ‘el enemigo’) y me pregunto si tal vez la única posibilidad de que esos adolescentes tengan un futuro no sería que relatos como el mío caigan en el olvido para que ellos puedan comenzar de cero” (Ortiz de Gondra, 2021, p. 395).

Si en el ámbito de la familia se ha podido cicatrizar la herida tras la claudicación de la víctima, en el ámbito social, dicha cicatrización está lejos de conseguirse entre víctimas y verdugos. Solo parece realizarse plenamente en el ámbito individual en el que el rescate de la memoria y su posterior soterramiento conduce al apaciguamiento del olvido: “arrojaré ahí abajo dentro de la tumba todas estas páginas dispersas al tiempo que Ainhoa depositará la cesta rota, y los restos de su madre y su abuelo […] darán comienzo así otros ciento veinte años y quizás, por fin, los días del olvido” (Ortiz de Gondra, 2021, p. 425).

La tumba de la discordia pasa a ser la tumba del olvido sobre la cual pueda quizá fundarse el futuro de las próximas generaciones. El protagonista encarna una especie de héroe doméstico cuyo mérito radica en haber interrumpido la cadena de agravios tras recordar el pasado y reivindicar el olvido. La aporía de la autoficción y de la metaficción proporcionan tanto al autor como al lector la posibilidad de acceder a la memoria y a los pasos que conducen al olvido, esto es, tanto a la herida como al proceso de cicatrización. En toda autoficción que se precie, la palabra con su valor curativo conduce a la expiación de la culpa y a la sanación: “Nombrar, decir, designar, sería más que un acto lingüístico: se trataría de una especie de acto terapéutico o mágico que permitiría drenar el dolor” (Blanco, 2018, p. 101).

 

5. Conclusión

 

En suma, las cicatrices presentan diferentes valores en los textos de ficción que tratan sobre el terrorismo y lo denuncian. La cicatriz es signo de identificación del terrorista, signo de la violencia carcelaria sin heroísmo, consecuencia de la autolesión o estigma de la tortura. Para las víctimas es un recurso retórico con el que expresar el dolor invisible y su posible sanación. Cuando la cicatriz aparece como proyecto para “cerrar las heridas”, el primer paso para el cese de la cadena de agravios se aparenta a un punto de sutura que después dejará una cicatriz. El acto con el que se cierra la herida conduce al deber de olvido tras haber cumplido con el deber de memoria.

Así pues, la cicatriz no es solo un indicio que da paso al relato que insinúa, sino también una imagen metafórica con la que expresar tanto la vulnerabilidad del individuo como su deseo de reparación interior, personal y social.

Este deseo de reparación por medio de las letras se confirma como característica esencial de la literatura en el siglo XXI, que busca hacer el bien explorando la vulnerabilidad del sujeto. El escritor se convierte en un reparador que persigue una catarsis literaria, esto es, una transformación terapéutica de sí o de la sociedad a través de la escritura o de la lectura (Gefen, 2017, p. 88).

 

6. Notas


 

[1] Un valioso estado de la cuestión y bibliografía se encuentran en Pinilla-Gómez (2023).

[2] Véanse análisis como el de Alonso Rey (2007) y el de Rodríguez Jiménez (2017) y catálogos de obras en la tesis doctoral de Labiano Juangarcía (2019).

[3] El mismo procedimiento aparece en Aramburu (2023, p. 55): “lograron entrevistarse en Toulouse con un miembro de la organización. Uno tenía una cicatriz encima de una ceja. No quiso decir su nombre”.

[4] La traducción es nuestra.

[5] En la última novela de Aramburu, Hijos de la fábula (2023), un aprendiz de terrorista también está marcado por la misma enfermedad: “Joseba tenía costras de psoriasis en diversas partes del cuerpo. […] Se arrancó con la uña unas cuantas escamas de la rodilla” (Aramburu, 2023, p. 111).

[6] La traducción es nuestra.

[7] La traducción es nuestra.

[8] Dichos encuentros se enmarcan dentro del llamado Plan de reinserción para presos terroristas, promovido por el Ministerio del Interior en 2012 (cfr. Europa Press, 2012).

[9] Ley 29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo. www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2011-15039.

[10] La autoficción es un “pacto de mentira” con mezcla indistinguible de realidad y ficción.

[11] Borja Ortiz de Gondra (Bilbao, 1965) escribe esta autoficción en la que el personaje de Borja de Gondra (trasunto del novelista Borja Ortiz de Gondra) escribe una novela autobiográfica (Nunca serás un verdadero Arsuaga) cuyo protagonista Bosco de Gondra (trasunto de Borja de Gondra), planea escribir una novela sobre las guerras carlistas en su familia.

[12] Existe una traducción al castellano, Elogio del olvido (Rieff, 2017).

 

7. Referencias bibliográficas

 

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Nota sobre la autora

 

María Dolores Alonso Rey es licenciada en Filología hispánica por la Universidad de Salamanca y doctora por la Université de Tours (Francia). Ejerció la docencia en la enseñanza secundaria en España y en Francia antes de incorporarse a la Université d’Angers. Actualmente es profesora titular del Departamento de español de esta institución. Le interesan las relaciones entre imagen y texto, simbolismo y representaciones sociales. Se dedica a tres áreas de investigación: los autos sacramentales de Calderón de la Barca, los libros de emblemas y la literatura española contemporánea que aborda el fenómeno del terrorismo.

 

 

 

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