Philologica Canariensia 21 (2015), 45-80    

eISSN: 2386-8635  

DOI: https://doi.org/10.20420/PhilCan.2015.0034

Recibido: 26 de junio de 2015; versión revisada aceptada: 20 de octubre de 2015

Publicado: 21 de noviembre de 2015

 

 

RECORRIDO HISTÓRICO POR LAS RAZONES PARA LA ADMISIÓN  

DE VOCES NUEVAS EN LA LENGUA Y EN EL DICCIONARIO 

 

ENRIQUE JIMÉNEZ RÍOS

Universidad de Salamanca

 

RESUMEN

Este artículo analiza las razones utilizadas para la incorporación de voces nuevas en la lengua y en el diccionario, razones que se mueven entre la necesidad y el uso, y alrededor de las cuales surgen otras como el prestigio, la oportunidad y la buena formación gramatical. Tendencias casticistas o puristas, y, sobre todo, la defensa de la unidad idiomática, por el peligro de la fragmentación, hacen que unos autores apelen a la necesidad; en cambio, otros, partidarios de la innovación, defienden el criterio de uso, no el de los doctos, sino el que es frecuente y general. 

PALABRAS CLAVE: norma lingüística, cambio lingüístico, neologismo, uso

 

Historical Review of the Reasons for Admitting New Words to the Language and the Dictionary

 

ABSTRACT

This article analyses the reasons used to incorporate new words to the language and the dictionary, reasons that oscillate between need and usage, and around which other criteria emerge, such as prestige, opportunity, and good grammatical formation. Purist tendencies and, above all, a desire to defend the unity of the language, owing to the danger of fragmentation, lead some authors to invoke the criterion of need; in contrast, others, supporters of innovation, defend the criterion of usage, not educated usage, but rather frequent and general usage. 

KEYWORDS: linguistic norm, linguistic change, neologism, usage

 

               

 

1.  INTRODUCCIÓN 

A lo largo de la historia se producen en las lenguas cambios y novedades, de manera particular y reiterada en el léxico, por su variabilidad y permeabilidad (Seco, 2007, 10). Es la consecuencia natural del cambio lingüístico, que encuentra una reacción a esos cambios en la tensión constante entre conservación e innovación, destacable en épocas de fuerte preocupación por el cuidado de la lengua ante la injerencia de elementos extraños (Pascual, 2013, 87). Solo cuando una lengua está plenamente constituida, se siente la presencia de elementos foráneos y puede reaccionarse contra ellos. Como afirmó García de Diego, “una voz es solo extraña mientras produce extrañeza, mientras se siente la conciencia de su falta de arraigo” (1935, 58).

Claro que, al final, no todo es aceptado. La reacción, fruto de esa tensión entre conservar e innovar, lleva a la admisión o al rechazo: las lenguas toman elementos necesarios y útiles, pero también hay otros innecesarios que pugnan por entrar, y en esa lucha, si hacen peligrar la unidad e integridad del idioma, resultan rechazados (Lázaro Carreter, 2003, 12). Se entiende, entonces, que a lo largo de la historia hayan existido distintos autores preocupados por orientar en el uso de la lengua, denunciando errores o recomendando usos, para lo que se han servido de distintos criterios: las posturas conservadoras apuntan a la necesidad, mientras que las innovadoras se apoyan en el uso.[1] Como señala Lázaro Carreter, “en fin, esta historia de criterios opuestos es interminable” (2003, 22). Porque, por un lado, está el ornato —o la belleza— y el prestigio y lo ejemplar, y, por otro, la necesidad y el uso, general y de los doctos, a los que podrían unirse el factor de la formación, la buena formación de una voz, y su conveniencia u oportunidad.[2]

Con todo, lo que se pretende mostrar en estas páginas es el modo como distintos autores han considerado estos criterios a lo largo de la historia, criterios —los de necesidad y uso— sentidos unas veces como opuestos y otras como complementarios. Y esto ha sido así porque se observa que, dependiendo del autor, se echa mano de un motivo u otro para admitir o rechazar voces: los que rechazan voces son conservadores, tradicionalistas, apelan a la necesidad; los partidarios de las novedades —no limitadas al ámbito científico-técnico— se fijan, en cambio, en el uso, si es neologismo o préstamo, y en la buena formación, si resulta de la creación de palabras a partir de los recursos de la propia lengua. Plantear la situación de esta manera hace que se ligue el uso a la necesidad, pues si una voz se usa será porque es necesaria. Asimismo, la fuente de donde surgen las novedades determina la consideración de los factores de prestigio y autoridad.

La tesis defendida aquí es, entonces, que la correcta interpretación de estos criterios ha de hacerse atendiendo al autor que se sirve de ellos, pero también a la situación histórica en que lo hace y a las razones que determinan su actuación. No puede, por tanto, valorarse una novedad léxica con el recurso a uno de estos criterios de manera aislada sin contar con las condiciones lingüísticas que intervienen y determinan su correcta interpretación. Así, a propósito del galicismo de los siglos XVIII y XIX, es general el rechazo en los autores que opinan sobre él, admitiendo solo los que resulten necesarios; pero, como señala Lázaro Carreter al tratar de la lengua del siglo XVIII, incluso “aceptándolos, se encendió una guerra entre ellos [autores], por lo mismo que era muy difícil determinar dónde empezaba y dónde acababa la precisión de nuevos vocablos” (1985 [1949], 264).

 

2.  LA TOLERANCIA DE VOCES NUEVAS EN LOS SIGLOS XVI Y XVII 

Ya en el Diálogo de la lengua Juan de Valdés valora la oportunidad de las novedades léxicas de acuerdo con los criterios de prestigio, necesidad y uso. Aparece, asimismo, la reflexión acerca del problema del neologismo, y son manifiestas las actitudes en torno a él para mostrarse partidario con gran liberalidad, así como la consideración de la vejez de las palabras (Barbolani, 1995, 80 y 88; Lázaro Carreter, 1992, 32-33). Con anterioridad a esta obra, Nebrija había mostrado en su diccionario latino-español reparos a las voces nuevas y bárbaras, solo recogidas las primeras por necesidad, y las segundas, si contaban con el aval de la autoridad de los buenos escritores (Diccionario latino-español, fol. 2, apud Colón y Soberanas, 1979).

Prestigio, autoridad, necesidad y uso son las razones esgrimidas por los primeros autores españoles enfrentados a valorar la oportunidad de los neologismos. En la centuria siguiente, el siglo XVII, el afán innovador de la literatura —que, por entonces, no estaba mal visto (Checa Beltrán, 1989, 131)— encuentra pronta respuesta en la crítica a esas novedades léxicas (aunque hay algún testimonio aislado de adopción de voces nuevas con moderación en fray Jerónimo de San José y su Genio de la Historia de 1651 (Lázaro Carreter, 1992, 33). El testimonio más contundente de esa reacción se ve en la acción reguladora de la Real Academia Española, fundada en los albores del siglo siguiente. En este momento, además, el predominio del francés y de lo francés marca la pauta de la modernidad, si bien el influjo galicista ya existía desde mediados del siglo anterior (Varela Merino, 2009, 29): a la superioridad política, social y cultural de Francia sobre el resto de Europa se une la depresión española; es lo que siempre se ha interpretado como quiebra en la tradición hispánica y auge de la influencia extranjera (Lapesa, 1986, 645), situación que favorece la afluencia de galicismos, que, si bien, vienen de atrás, se recrudecen entonces (Castro, 1924b, 287-288).

Esta nueva situación hace que los autores más reflexivos marquen el camino que ha de seguirse. Se debate sobre el neologismo como consecuencia del interés por el cuidado de la lengua, lo que hace intervenir los factores de propiedad y pureza idiomáticas, algo que deriva en el surgimiento de posturas en torno al casticismo y purismo. La oportunidad del préstamo resulta de su confrontación con las palabras existentes en la propia lengua, pues la barrera para su admisión es la palabra castiza, propia castellana; de ello resulta que recomendar responde a una actitud casticista, y rechazar, a otra purista.[3]

 

3.  PRIMERAS DISPUTAS EN TORNO A LAS NUEVAS VOCES EN EL SIGLO XVIII 

Como Valdés, Mayans apela al criterio de prestigio de un pueblo y de una lengua como razón para la importación de voces foráneas: las naciones dominantes introducen su lengua, o parte de ella, en otra; las lenguas menos eruditas toman voces de las más eruditas. Frente a ello, Mayans llama la atención sobre la necesidad de conocer la propia lengua y sus posibilidades creativas:

 

Porque si se considera la facultad que hay de inventar voces nuevas cuando la necesidad las pide, podrá una lengua no ser abundante antecedentemente; pero no en el caso en que se haya de hablar, supuesto que no habrá cosa que alguno diga en su lengua, que otro forzado de la necesidad no pueda también decir en la suya, pues obligado de ella, es lícito inventar algún vocablo o expresión. Digo obligado de ella, porque si de alguna manera se puede expresar lo mismo fácil e inteligentemente, formar un nuevo vocablo es hacer un barbarismo y confesar de hecho la ignorancia de la propia lengua, pues no se sabe decir en ella lo que se pudiera muy bien. (1737, 465)

 

Antes de la adopción de un préstamo, Mayans recomienda la formación de una palabra a partir de las posibilidades que brinda la propia lengua: “Yo, en caso de haber de formar algún vocablo nuevo, antes le formaría de raíz conocida en la lengua española o compuesta de voces de ella, que tomándole de alguna raíz desconocida o de voces extranjeras” (1737, 467). La acción de este criterio de prestigio —o quizá habría que decir de dominio de una lengua sobre otra— se ve pronto contenido al recomendar la mirada hacia la propia lengua, a sus recursos derivativos.

Feijoo (1756), por su parte, fijándose, no en la lengua importadora, sino en la palabra que se importa, traslada la idea del prestigio de la lengua a la hermosura de la palabra, y ve con buenos ojos toda novedad léxica que cumpla con los siguientes requisitos: “Ni es menester, para justificar la introducción de una voz nueva, la falta absoluta de otra, que signifique lo mismo; basta que la nueva tenga, o más propiedad, o más hermosura, o más energía” (apud Lázaro Carreter, 1992, 35).

Partidario de la innovación y el cambio —es el acuñador del concepto de “neologismo necesario”—, en sus Cartas eruditas Feijoo señala que es lícita la inserción de voces por razones de estilo, y en sus escritos se sirve de galicismos calificados luego de “violentos” (Castro, 1924b, 293). Como recuerda Lázaro Carreter, con la interpretación de su modo de proceder “el Padre Feijoo se burlaba de quienes proscribían tozudamente los préstamos, y preferían inventar o adaptar vocablos de la lengua propia: ‘Hacen lo que los pobres soberbios —decía—, que quieren más hambrear que pedir.’ No se trata de ser pobres soberbios, pero tampoco de aceptarlo todo como limosna y, aún menos, de triturar nuestro propio patrimonio” (1997, 155).

Luzán, contrario al préstamo porque atenta contra la propiedad y pureza de la lengua, cita a Feijoo:

 

Las voces de lenguas extranjeras y nuevas en la nuestra, y que no están aún, por decirlo así, avecindadas, y las escritas o pronunciadas contra las reglas y leyes del puro lenguaje se llaman barbarismos. Es insufrible la afectación de algunos que, como dice el P. Feijoo, salpican la conversación de barbarismos y de voces de lenguas extranjeras, y especialmente de la francesa, por afectar que la saben. (1977 [1737], 336)

 

Y señala, como razón para la adopción y abandono de voces, el uso, el uso de los doctos: “El uso tiene en la habla una suma autoridad que a veces pasa a tiranía: desecha unos vocablos e introduce en su lugar otros nuevos, deja unos modos de hablar y prohija otros, autoriza irregularidades, y, finalmente, es árbitro soberano de las lenguas. Pero hase de entender esto del uso de los eruditos y doctos, y de los que hacen profesión de hablar bien”.

Dos nuevos criterios acaban de aparecer para juzgar la oportunidad del préstamo: la adaptación —resultado de la aceptación previa (pues es así como hay que interpretar que las voces estén “avecindadas”),[4] y el uso, el de los doctos, resultado de conjugar el aval de autoridad y el de la extensión o difusión de la nueva voz. Es la de Feijoo una postura que contrasta con la de otros autores del XVIII, con la de Luzán, como se acaba de ver, y con la de Capmany (1773, apud Cabrera, 1991), quien considera, en sus primeras obras, que todos los purismos son fríos, secos y descarnados, y que se muestra, en sus Discursos analíticos, partidario de voces nuevas “para hermosear la lengua”. Cuatro años más tarde, en Filosofía de la eloquencia (1777), Capmany hace un elogio del castellano por lo que tiene de capacidad para expresar los asuntos más elevados, y se refiere de este modo a la pureza y al purismo: “no hemos de confundir la pureza del lenguaje con el purismo, afectación minuciosa que estrecha y aprisiona el ingenio” (apud Cabrera, 1991, 21). Sin embargo, en la edición de esta obra de 1812 Capmany experimenta un cambio, al criticar el uso de palabras de moda que han hecho perder otras más arraigadas en la lengua: “La mitad de la lengua castellana está enterrada, pues los vocablos más puros, hermosos y eficaces hace medio siglo que ya no salen a la luz pública” (1826 [1812], 111).

Entre medias de esas dos ediciones aparece el Teatro histórico-crítico (1786-1792), su obra más significativa, cuya finalidad es mostrar el esplendor del castellano a través del testimonio de los escritores más acreditados. Con respecto al léxico, la idea de Capmany es que una lengua es más perfecta cuantas más palabras tiene, porque facilita la exactitud y precisión en la expresión de un concepto. Pero esta postura abierta a las novedades no es aplicable al préstamo, que solo lo justifica para llenar una laguna léxica. Para Capmany, el conocimiento de la propia lengua evitaría “mendigar” en idiomas extranjeros: “La abundancia de una lengua consiste en el cúmulo de aquellas locuciones que puedan hacerla apta para exprimir todas las ideas primitivas con precisión, distinguir todas las ideas accesorias con exactitud y tratar todos los asuntos con claridad” (1786-1792, CCVI, apud Cabrera, 1991, 38 y 46).

Como se refleja en sus obras, el pensamiento de Capmany experimenta una evolución: de la tolerancia a la innovación pasa a la renuencia al cambio; un cambio, que académicos como Álvarez Cienfuegos veían con buenos ojos al no imponer ningún requisito a la admisión de nuevas voces:

 

¿Por qué no ha de ser lícito a los presentes introducir en la lengua nuevas riquezas traídas de otras naciones, cuando los antiguos usaron libremente de este derecho imprescriptible? . . .

Léanse nuestros escritores del siglo XVI, compárense con los de este siglo antecedente, y se verá cuántas novedades introdujeron los primeros, cuántas locuciones extranjeras, cuántas voces, cuántas frases, cuántas construcciones latinas, italianas, francesas. Si nuestros padres acertaron siguiendo este camino, ¿por qué se les ha de prohibir, por qué se les ha de cerrar enteramente a sus hijos? ¿Por qué? . . . 

Por este amor a la patria tan mal entendido, tan diametralmente opuesto a la humanidad, los puristas han levantado el grito contra toda voz tomada del extranjero, por más que ordene recibirla la necesidad imperiosa. (1870 [1799], 360)

 

4.  EL FRENO DE NEOLOGISMOS Y PRÉSTAMOS EN EL SIGLO XIX 

4.1.  Autores americanos contra los barbarismos 

 

La situación con respecto al neologismo en el siglo XIX es de continuación y cambio (Lázaro Carreter, 1992, 37). Hechos importantes provocan cambios importantes: en los últimos decenios del siglo, a los ecos de la Revolución Francesa se une la independencia de las colonias americanas (Corbella Díaz, 1996-1997, 571), lo que reaviva la preocupación por la unidad e integridad de la lengua:[5] hay ruptura de relaciones, y el contacto —poco— que se produce entre la metrópoli y el nuevo continente se debe a la lengua y al impulso de la Academia (Lázaro Carreter, 1994, 7; Pascual, 2010). Pero hay que destacar también que en ello intervienen autores tanto españoles como americanos: Galdós, Menéndez y Pelayo y, sobre todo, Valera “son los más volcados hacia Hispanoamérica a finales del siglo XIX” (Gutiérrez Cuadrado, 1989, 474-475). Entre tanto, continúa la aparición de neologismos y galicismos; se suceden posturas a favor y en contra apoyadas en el cumplimiento de unos criterios que quieren ser objetivos. Ahora las novedades en la lengua tardan en ser admitidas en el diccionario, lo que origina un debate que llega hasta nuestros días.

La conmemoración en 1892 del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América marca una fecha alrededor de la cual pueden encontrarse autores y obras que se manifiestan sobre la oportunidad de las novedades. Se trata acerca de la unidad e integridad del idioma, y se distinguen neologismos necesarios (que impone el progreso) e innecesarios (que hay que desterrar). Un ejemplo de las opiniones vertidas en ese congreso lo ofrece Eduardo Benot, quien considera que se pueden tomar voces nuevas sin afectar a la integridad: como en el pasado, “los neologismos innecesarios se suelen achacar a las malas traducciones, siguiendo una larga tradición” (Pascual Rodríguez y Gutiérrez Cuadrado, 1992, XXIII). Se confiere, además, un importante papel al diccionario porque presenta modelos adecuados de propiedad, sirve para evitar dialectalismos, destierra incorrecciones y vulgarismos, y filtra barbarismos innecesarios (Pascual Rodríguez y Gutiérrez Cuadrado, 1992, XXVI).

El criterio de necesidad aparece ahora con más fuerza, por el peligro a la fragmentación del idioma y porque se quiere tomar como la razón objetiva para la admisión o rechazo de una voz.[6] Para su admisión, porque el progreso científico y técnico conlleva nuevas realidades que hay que nombrar; para el rechazo, porque en el ámbito general la lengua dispone de voces propias y castizas, y las nuevas no son necesarias. Precisamente porque no son necesarias en la lengua general, su defensa solo puede hacerse en aras del criterio de uso. Apelar al criterio de necesidad supone, además, dejar de lado el de prestigio, criterio subjetivo que en las obras de autores del siglo XIX ya no se manifiesta. Asimismo, el manejo e interpretación de estos criterios están determinados por los autores que los utilizan, por su procedencia, pero, sobre todo, por la intención con que se sirven de ellos.

Si, como se acaba de decir, las novedades que impone el progreso —piénsese en el científico— son irrenunciables y, por ello, no hay que defender su admisión ni procede manifestarse en su contra, es normal que no haya obras que traten sobre este asunto. No sucede lo mismo, en cambio, con las voces pertenecientes a la lengua general, las que pugnan por incorporarse y que sí dan lugar a la controversia. Para la introducción de neologismos de este tipo, junto con los propios del registro judicial, recurre Amunátegui Reyes al criterio de autoridad: “Recórrase el diccionario de galicismos de don Rafael María Baralt i se verá que muchas de las expresiones ahí anatematizadas se aceptan hoi aun por las personas más cuidadosas del buen hablar” (1907-1909 [1885], XXX).

Aun así, Amunátegui Reyes se muestra partidario de mantener el casticismo del castellano. Pero si un neologismo se extiende y no puede frenarse es por algo. Amunátegui Reyes defiende el casticismo, pero también el uso: “Si siempre he juzgado oportuno i conveniente resistir al mal uso en su comienzo, por lo mismo que hai posibilidad de correjirlo, me parece que es intento vano pretender llevar esta resistencia más allá de sus justos límites” (1907-1909 [1885], XXVIII). Al defender el criterio de uso para la admisión de voces este autor está reconociendo el cambio en la lengua. Por eso, considera que hay que fijarse en las palabras nuevas para dar cuenta de su desarrollo, y así admitirlas o rechazarlas: “Se comprende entonces cuán necesario es seguir estas evoluciones a fin de llamar la atención acerca de ellas, ya sea para condenarlas oportunamente cuando se estimen perjudiciales, ya sea para canonizarlas cuando se conceptúen convenientes o cuando el árbitro soberano denominado uso así lo imponga” (1907-1909 [1885], XXXVII).

Con una postura más abierta para la admisión de voces, este autor apela ahora a la conveniencia, en vez de a la rigidez de la necesidad. De hecho, utiliza este criterio de necesidad, no como razón para la aceptación de una voz, sino para su rechazo: porque para admitir una innovación no se requiere que sea necesaria, basta que sea conveniente; en cambio, lo que no es necesario es fácilmente rechazable. El manejo del criterio de necesidad, lo manido que empieza a estar, lleva a Amunátegui Reyes a hablar en otro lugar de necesidad justificada como razón para admitir el neologismo semántico, es decir, que voces ya existentes adopten nuevos significados. Hay, por último, otro criterio al que apela para la admisión de voces: el de la formación de palabras a partir de elementos de la propia lengua.

Casi diez años después de lo manifestado por este autor en Apuntaciones lexicográficas, publicada inicialmente de manera fragmentaria entre 1885 y 1886 en el Diario oficial de la República de Chile, parece que se recrudece su postura en torno al neologismo. Ahora se queja de la presencia de neologismos inútiles en el lenguaje jurídico (1894, 10), neologismos, en su opinión, evitables con el manejo del diccionario (recomendación que, más tarde, hará también Zerolo (1897, 133).[7] Amunátegui Reyes sigue a Bello al denunciar “la manía de dar a las palabras acepciones diversas sin necesidad”, y censura el neologismo innecesario por dos razones: porque al admitirlo la lengua se convierte en babel, y porque dificulta el conocimiento de la literatura antigua: “¿Qué ventaja se reporta de que no puedan leerse las obras de Cervantes, Lope de Vega, Calderón, etc., sino con el ausilio de notas i vocabularios especiales? No se me ocurre ninguna” (1894, 54). Ello parece, en principio, situar al autor en contra de la evolución y el cambio lingüísticos, idea que se desvanece enseguida a la vista de su pensamiento, expuesto a continuación. Amunátegui Reyes sí es partidario del neologismo necesario, el procedente de las voces de ciencia y técnica, y de aquellos otros admitidos con el tiempo y autorizados por los escritores: “A más de los neolojismos que requiere el progreso de la industria, de las ciencias i de las artes, es menester acojer también aquellos que han sido sancionados por el trascurso del tiempo i por el uso de los buenos escritores” (1894, 54).

Como puede verse, la consideración de estas dos últimas razones hace que el criterio defendido por Amunátegui Reyes ya no sea tanto la necesidad como el uso, “razonable i fundado”, por el tiempo y por los escritores (1894, 185). Se entiende así que para este autor la postura académica para la admisión de voces haya de ser la cautela, “prenda de estabilidad para aquellas que han alcanzado el honor de aparecer en el registro oficial de la lengua castellana” (1894, 54). Por eso, si una voz entra en el diccionario académico, es muy difícil aducir razones para eliminarla. Y pone el ejemplo de silueta, introducida en la 11ª edición —de 1869— y eliminada en la siguiente —de 1884—.

El tiempo transcurrido desde aquellas primeras Apuntaciones lexicográficas a estos Borrones gramaticales, y el aumento de novedades de todo tipo que pugnan por hacerse un hueco en la lengua, hace que cobre interés la postura de Amunátegui Reyes en contra de los neologismos innecesarios, aquellos que perjudican la comunicación y ponen en peligro la unidad de la lengua: “El perpetrador de neolojismos innecesarios puede mui bien ser hombre de mucho talento; lo cual no obsta para que con frecuencia sea un perturbador voluntario o inconsciente de la fácil i espedita comunicación entre los individuos que hablan un mismo idioma” (1894, 104). En un principio, parece que Amunátegui Reyes no los rechaza, por lo que suponen de incorrección o barbarismo, pero enseguida esgrime razones de impropiedad para su rechazo: “Si cada cual se arroga el derecho de convertirse en un diccionario ambulante de voces peregrinas, se corre el riesgo de introducir en muchos casos la obscuridad i la anfibología en el trato social i en la literatura” (1894, 104). Se rechazan neologismos innecesarios, aquellos que responden al antojo de un autor, confunden y van contra la claridad. Como en su obra anterior, solo son admisibles los neologismos que resultan del progreso —en sentido muy amplio—, y aquellos otros fruto de la buena formación: “No soi de aquellos que censuran una palabra porque ella no figure en el Diccionario de la Real Academia Española. Si el vocablo es necesario i está bien formado, bien venido sea. Pero lo que no acepto, lo que no puedo admitir, son neologismos innecesarios o aquellas impropiedades que vienen a introducir perturbaciones perniciosas en el lenguaje” (1894, 118).

A la necesidad y al uso apela también Guevara (1894, 89): el progreso científico comporta nuevas ideas y estas reclaman nuevas palabras, pero las voces que no responden a esta evolución solo producen confusión. Verbos como adueñarse por apropiarse, adjuntar por incluir, debutar por estrenarse, influenciar por influir, nacionalizar por naturalizar, presupuestar por presuponer, y otros muchos son, en su opinión, innecesarios. Pero de ellos dice también que la Academia no los ha aceptado “todavía”, a pesar de ser de uso corriente. Esta consideración del criterio de uso, abierta a las novedades, le lleva a señalar otras voces no aceptadas por la Academia, como acápite por párrafo, avalancha por alud, carátula por portada, o rango por clase, carácter y orden, no necesarias, pero sí usuales. Por lo que parece que su consideración de los criterios para la admisión de una palabra experimenta un avance, pues la necesidad se ve alterada por el uso; claro que también puede ser interpretada como una crítica a los neologismos innecesarios más usuales.

Lo cierto es que la actitud ante la realidad de los hechos empieza a cambiar. Monner Sans (1896) defiende que el cambio está promovido por el uso; pero no un uso cualquiera, sino el autorizado, el de los mejores. Y, como parece que el uso significa abrir la puerta a cualquier novedad, Monner Sans hace algunas matizaciones que se pueden interpretar como la intervención de otro criterio, el de la mesura: “Conviene estudiar mucho antes de decidirse, y que ni puede desecharse lo nuevo por ser nuevo, ni cabe aceptar lo viejo porque estuviera en uso en tal o cual parte” (1896, 11). Un ejemplo de ello lo ofrecen las voces que cita: independizarse o memorista. A la primera le hizo “remilgos”, a pesar de estar autorizada por Rivodó (1889); luego, el uso por La Viñaza (1893) le anima a concluir: “desde hoy la emplearé sin escrúpulos de ninguna clase” (Monner Sans, 1896, 34). La segunda goza del beneplácito de la buena formación, de la analogía, criterio al que se refieren más tarde otros autores: “Aquí tenemos un ista que no me parece feo ni creo pugne con nuestro idioma, pues si de broma hicimos bromista, de camorra camorrista, y etc., etc. de memoria bien podemos hacer memorista” (1896, 54-55). A la analogía se refiere Cuervo (1953 [1893], XXXVIII-XXXIX) en el prólogo de su Diccionario de construcción y régimen al señalar, a propósito de la admisión de voces nuevas en la lengua, que las palabras triunfan por necesidad (nuevas adquisiciones), o por analogía (desarrollo de las existentes). Cuervo defiende que deben aprovecharse los medios que ofrece la lengua para la formación y composición de voces; y si se toman de otras lenguas, ha de hacerse cuando “fuere menester”, una manera algo atenuada de referirse a la necesidad:

 

En cuanto al aumento del vocabulario, no admite duda que deben con plena libertad aprovecharse los medios que ofrece la lengua para la formación y composición de vocablos, en especial cuando se trate de casos tan comunes que uno nuevo no causa extrañeza; y por lo que hace a introducir voces cuyos elementos no existen de antemano, se recomienda la doctrina horaciana de hacerlo cuando fuere menester. (1953 [1893], XXXVIII)

 

Claro que también se muestra escéptico ante el éxito de estos requisitos y de la acción reguladora de estas obras correctivas, pues parece que todo, con el tiempo, termina siendo aceptado (e incluso llega a considerarse castizo un barbarismo):[8] “Al llegar aquí preguntará acaso alguno: si es así que las lenguas no son otra cosa que un agregado de solecismos i neologismos sancionados por el uso de la nación, ¿qué derecho hai para impugnar hoy lo que puede ser un primor mañana?” (1953 [1893], XXXVII).

Sin duda, la postura más abierta a las novedades, por lo que comporta de admisión de los usos americanos, es la de Palma (1896). Se queja de que la Academia admita provincialismos de las distintas zonas peninsulares de España y rechace neologismos y americanismos usados por millones de hablantes de América, hecho que considera un “desaire”:

 

¿No encuentran ustedes de correcta formación los verbos dictaminar y clausurar? —pregunté una noche—. Sí, me contestó un académico; pero esos verbos no los usamos en España, los dieciocho millones de españoles que poblamos la península: no nos hacen falta—. Es decir, que para mi amigo el académico, más de cincuenta millones de americanos nada pesamos en la balanza del idioma. (1896, 9)

 

Palma defiende el criterio de uso, en su sentido amplio de extensión y difusión, más allá del que está autorizado:[9] “Si el uso generalizado ha impuesto tal o cual verbo, tal o cual adjetivo, hay falta de sensatez o sobra de tiranía autoritaria en la corporación que se encapricha en ir contra la corriente. Siempre fue la intransigencia semilla que produjo mala cosecha” (1896, 9). Como se rechazan voces solo por ser originadas en América, en su defensa, Palma arguye que las voces que se censuran cuentan con el apoyo de la formación y el uso. Y anima a su creación y utilización en contra de la imposición del diccionario: “Creemos los vocablos que necesitemos crear sin pedir a nadie permiso y sin escrúpulos de impropiedad en el término . . . Seamos también propietarios de nuestro criollo lenguaje” (1896, 12-13).

 

4.2. Autores españoles entre la continuidad y el cambio 

 

Hasta aquí se han señalado los criterios defendidos por autores americanos del siglo XIX en la admisión o rechazo de las voces, los cuales no difieren de los esgrimidos por los españoles, si bien en su interpretación se perciben algunas diferencias. Para Monlau:

 

Una cosa es, en efecto, la neología, arte de formar analógicamente las palabras indispensables para significar las ideas nuevas, o mal expresadas, y otra cosa es el neologismo, manía caprichosa de trastornar el vocabulario de la lengua sin necesidad, sin gusto y por ignorancia. La neología nutre y engruesa el idioma; el neologismo no hace más que inflarle, entumecerle. ¿Qué nutrimento ha de sacar el castellano de banal, concurrencia, debutar, financiero, y otros mil neologismos de todo punto innecesarios? (1863, 34)

 

Un tipo especial de neologismos son los préstamos, y, en esta época, los galicismos, como revancha: “neologismos en general he llamado las innovaciones hasta aquí enumeradas, pero sin dificultad podemos darles también el nombre especial de galicismos, puesto que de Francia nos han venido casi todas” (1863, 43). La defensa que Monlau hace de la tradición le hace apelar al honor nacional, el mismo que llevó a la fundación de la Real Academia y a la publicación del diccionario:

 

Un pueblo puede aceptarlo todo de otro pueblo, menos el idioma, porque todo puede ser bueno menos el suicidarse; y un verdadero suicidio comete un pueblo que corrompe su lengua, y la trueca por otra, y borra y anula el carácter más propio y expresivo de su nacionalidad. (1863, 46).

 

Como él, el mallorquín Miralles y Sbert (1892) defiende la propiedad y pureza idiomáticas, lo que excluye arcaísmos, barbarismos, neologismos “inoportunos”, solecismos, etc. No habla de necesidad, sino de oportunidad, y señala que hay que hacer frente a las muchas causas que provocan la alteración de los idiomas, al tiempo que considera que no es tiempo perdido el empleado en oponerse al abuso en el uso de la lengua, como ya hicieron otros autores como Capmany, Baralt, etc.

Más explícita es la postura del valenciano Jimeno Ajius (1897). Reconoce que se usan voces extranjeras en español y no se manifiesta sobre ello, aunque luego reproduce todo lo dicho por la Real Academia Española en su gramática a propósito de los vicios de dicción, en particular los galicismos, para denunciar que los perjudiciales son los sintácticos porque desnaturalizan y corrompen el idioma, no los léxicos, que considera “inofensivos”:

 

El uso de voces extranjeras, no solo en muchas ocasiones es tolerable y aun conveniente por lo que puede enriquecer el idioma patrio, sino necesario, inevitable, cual sucede siempre que nuestra lengua no ofrece voces propias para expresar ideas u objetos nuevos. Todo esto que acabo de decir pugna de un   modo manifiesto con los términos en que la Academia anatematiza el empleo de galicismos, pues los combate por lo que afean y empobrecen el lenguaje (1897, 193-194).

 

Al criterio de necesidad se unen ahora el de tolerancia y conveniencia, e incluso el de lo inevitable. Por eso, no se trata de condenar extranjerismos por el mero hecho de serlo, sino de ofrecer soluciones. Si unos se admiten (couplets, debuts, marrón), por qué otros se rechazan (reporter, interview): estos dos últimos los encuentra Jimeno Ajius usados en un discurso del académico Manuel Silvela, lo que prueba que su uso no es casual, sino consciente, a propósito. Ejemplos como estos le sirven para reflexionar acerca de las novedades, y para marcar el procedimiento a seguir: si estos extranjerismos han sido utilizados por este autor, eso indica que son necesarios, que no hay en castellano equivalentes que expresen lo significado por ellos.[10]

Para situaciones como estas, Jimeno Ajius invoca una “ley de necesidad” para la creación o la adopción de neologismos. Ante la aparición de una idea nueva que ha de ser expresada, recomienda, en primer lugar, comprobar si hay una palabra propia castellana (lo que abre la puerta a la recuperación de arcaísmos); en segundo lugar, si no la hay, se intenta crear otra, de “corte español” (1897, 97), al estilo de lo ya defendido por Feijoo o Mayans;[11] y, por último, si tampoco esto es posible, se adopta y adapta —es decir, se naturaliza— la foránea “con el hermoso ropaje de las voces castellanas” (1897, 207). Todo, concluye, menos mezclar palabras castizas con extranjeras, “que la inmensa mayoría de los españoles ni siquiera sabe pronunciar” (1897, 98).

Esta actitud abierta a las novedades lleva a Jimeno Ajius a unir al criterio de necesidad el de riqueza: las palabras necesarias han enriquecido la lengua; muchas son galicismos que “ha[n] enriquecido y hermoseado nuestra lengua sin afearla ni desnaturalizarla en ningún sentido” (1897, 202). Con los extranjerismos establece tres grupos: en el primero están los necesarios (por el surgimiento de una nueva realidad, o una nueva idea); en el segundo, los no necesarios, pero admisibles; y en el tercero, los no necesarios y no admisibles. No piensa que la lengua se afee o empobrezca por tomar, por ejemplo, galicismos no necesarios, que se acomodan a la estructura castellana, como dama, rutina, eventual, detalle, recogidos en el diccionario, aun cuando contaban con equivalentes españoles. Frente a ellos, a otros los considera no necesarios y no admisibles porque crean confusión, al no acomodarse a la regla tendente a la claridad de “una palabra, una idea.” Es el caso de susceptible: “¿Qué va ganando, por ejemplo, la lengua patria al usar la palabra susceptible como sinónimo de suspicaz o quisquilloso, si entre nosotros susceptible equivale a capaz de recibir modificación o impresión?”

La correspondencia palabra-idea se aviene bien con el criterio de la conveniencia: una palabra es conveniente si con ella se expresa lo que el español haría con un rodeo o una perífrasis,[12] y también si la palabra española tiene más de un significado y eso puede provocar dudas y confusiones. Lo defiende más adelante también Saralegui y Medina:

 

Pocos serán los literatos que no prefieran valerse de un vocablo solo para completar su idea, al uso del razonable circunloquio que debieran emplear, caso de querer ceñirse escrupulosamente al léxico, máxime cuando al obrar así no infringen de manera reprobada las leyes del lenguaje, adoptando giros o formas que repugnan al buen decir gramatical, a las razonables exigencias de la eufonía o al espíritu que impera más o menos íntimamente en el desenvolvimiento de todas sus manifestaciones. (1928, 114)

 

Concluye, de nuevo, el valenciano defendiendo la existencia de préstamos inevitables y, aun, convenientes: los primeros son los necesarios, porque no hay voces correspondientes españolas; los segundos, aquellos que enriquecen y hermosean la lengua. Y, por supuesto, no se olvida del criterio de uso: “el uso se encarga de desautorizar a los que se muestran demasiado hostiles contra los nuevos vocablos, ya por su origen extranjero, ya por otras causas” (Jimeno Ajius, 1897, 200). Porque, en definitiva, las palabras rechazadas resultan, con el tiempo, admitidas en la lengua y en el diccionario: un caso muy elocuente lo ofrece la voz rango, galicismo fuertemente combatido por los puristas a lo largo de casi dos siglos (Casares, 1961, 151).

 

5.  LOS CRITERIOS PARA LA ADMISIÓN DE VOCES EN EL SIGLO XX 

5.1.  Ecos de purismo decimonónico 

 

Pocos años más tarde de la publicación de la obra anterior, verdadero tratado sobre la contingencia de las voces nuevas en la lengua, ya en el siglo XX Toro Gisbert (1912) se muestra contrario a los neologismos innecesarios: solo un conocimiento profundo de la lengua puede determinar si es oportuna la creación de una palabra. Este autor recurre a la tradición como criterio para la introducción de neologismos necesarios y autorizados. Contrario al préstamo, esto es, al galicismo, participa de la idea de que lo extraño desestabiliza y es causante del empobrecimiento y de la decadencia de la lengua: “Una de las causas que han alegado los lingüistas para explicar la decadencia de las lenguas es la invasión de los elementos extraños” (1912, 24). Por eso, justifica la mirada al pasado, a la tradición, lo que no está reñido con la defensa de las novedades, por riqueza y hermosura. Toro Gisbert se muestra partidario de la innovación: “Si no hay motivo para acanallar la lengua, tampoco la hay para privarla de los elementos nuevos capaces de enriquecerla y hermosearla” (1912, 116). Y, también, ve con buenos ojos aquellos neologismos de buena formación, vengan de donde vengan: “Toda palabra bien formada, que designe ‘algo’, tiene derecho a ser conservada, y deben por tanto los americanos acoger con cariño las voces propias de su país, usarlas, siempre que vengan a cuento y no empeñarse en un españolismo exagerado y estéril” (1912, 116).[13]

Como Toro Gisbert, Cortázar (1914, 39), académico a la sazón, se muestra en contra de los neologismos innecesarios, aun cuando ello le suponga ser tachado de purista: si coincide con el anterior autor en la consideración del criterio de necesidad, se diferencia de él en el rechazo de aquello que pueda contribuir al enriquecimiento y a la hermosura de la lengua. Partidario de los neologismos técnicos, Cortázar es contrario a voces y giros exóticos que vician la lengua castellana, como resurgimiento, de origen italiano, los galicismos justeza, de justesse, o destacar, de détacher, y las creaciones neológicas dictaminar por informar, presupuestar por presuponer, solucionar por resolver, o explotar por estallar. Reconoce la dificultad de encontrar el equivalente castellano a estas formas extrañas, y recomienda, como solución, la consulta de diccionarios analógicos o ideológicos.

Sin embargo, ese mismo año ven la luz las propuestas que Segovia (1914, 294) había escrito medio siglo antes, en 1859, para el tratamiento de arcaísmos y neologismos en los diccionarios que sobre estas voces había proyectado hacer la corporación académica. En su informe, el también académico, para el futuro diccionario de neologismos se fija como tarea “determinar entre las novedades que el tiempo introduce en ella [la lengua] las que son naturales o plausibles, distinguiéndolas de las innecesarias y perniciosas”, para lo que ha de contarse con la autoridad del uso de los buenos escritores, así como con el modelo que marca la continuidad del origen latino del castellano y la analogía en la formación de las nuevas voces. Se manifiesta con ello una postura más abierta a la innovación, menos purista, si se quiere, pues lo natural, lo plausible es lo tolerable, aquellos términos que “aun cuando no sean tan necesarios, el uso, su acomodada estructura y su legítima procedencia, les han dado ya ocasión de echar hondas raíces” (1914, 296).

 Por su parte, Saralegui y Medina (1914) va un poco más allá al referirse al uso como motor de cambio en su discurso de ingreso en la Real Academia Española: el uso de los que hablan y escriben bien —no dice expresamente los mejores, ni las autoridades—, postura que puede ser tomada como conservadora, porque frena exageraciones, y como innovadora, porque admite toda creación bien hecha: “el vulgo propone y el erudito dispone”, sentencia Saralegui y Medina, de acuerdo con los principios de conveniencia y necesidad. Este autor no rechaza tajantemente el influjo de lenguas extranjeras, sino que previene del “inmoderado afán de innovaciones, no siempre indispensables, sometiéndolas, con espíritu de acierto, a serena discusión y a estudio reposado” (1914, 15). 

 A diferencia de Feijoo, para quien, como ya se ha visto, propiedad, hermosura y energía son razones para la admisión de voces, Saralegui y Medina considera que entre la voz castiza y la extranjera tiene que haber diferencias importantes, tantas como sean necesarias para favorecer la nueva elección. No obstante, en otro lugar, no ve mal el uso consciente de un extranjerismo, “el empleo intencional de alguna frase o palabra extranjera hecho por gala o bizarría de quien conoce a fondo su propia lengua y la domina”, como había manifestado también la Academia en su gramática (RAE, 1885, 280; Saralegui y Medina, 1914, 17). Baja al ruedo de la realidad en sus artículos periodísticos, aparecidos desde comienzos de siglo y reunidos luego en Saralegui y Medina (1928), para insistir en que la admisión de una voz no resulta porque se diga, ni porque se diga con frecuencia; es preciso “saber a un tiempo quién y cómo lo dice” (1928, 73): “Lo que esencialmente interesa en estos casos no es tanto el saber que se dice como el conocer quién es el que lo dice; su cultura, su talento, su imparcialidad, su ponderación, su sensatez, su cordura . . .” (1928, 75). Y si la voz adquiere carta de naturaleza en la lengua, se incorporará al diccionario: “La característica de nuestro diccionario es prosperar y siempre prosperar, aceptando todo aquello que de veras lo requiere . . . aunque no lo que pretende el capricho o la ignorancia, el prejuicio o la presunción” (1928, 98). Como independizar al lado de emancipar, pero no explotar por estallar, presupuestar por presuponer, o entrenar por adiestrar o ejercitar. Y concluye Saralegui y Medina: “¡Se dice . . . se dice . . . ! ¿pero es que eso puede ser una razón?” (1928, 279).

Al año siguiente del discurso de ingreso de este autor en la Academia, Huidobro (1915 [1908], IX), sin señalar abiertamente los criterios que usa para admitir o rechazar voces, se muestra contrario a toda voz mal formada, inculta e impropia que se cuela en español: rechaza abuchear y abucheo por innecesarios, pues ya existen rechiflar, rechifla, además de mofar o hacer burla. En cambio, anticlerical y anticlericalismo “no están mal formados y los emplea todo el mundo” (1915 [1908], 31). De lo que parece resultar que son la necesidad, la buena formación y el uso los criterios defendidos para la aceptación de las voces.

Con todo, la idea que se desprende de las opiniones vertidas hasta ahora por los autores —más casticistas unos, más puristas otros— es la admisión solo de lo necesario y el rechazo de todo aquello que no lo sea, por “superfluo” o “frívolo” (Castro, 1924a, 102).[14] Lo que procuran es defender el castellano y sus posibilidades expresivas: “ningún vocablo extranjero, aunque le demos estructura castellana, debe ser bien visto en nuestro idioma, mientras tenga el español voces que signifiquen lo que se quiera decir con el término extranjero”, había afirmado Fentanes (1925, 6). Y si el criterio de uso parecía ser la excepción a la aplicación del rigor del de necesidad, este autor no le concede valor, y afirma que es erróneo pensar que las voces usadas por la mayoría son dignas de respeto por castizas (1925, 8). Solo es válido, como en los autores anteriores, si se trata del uso de los buenos escritores: “Aun la misma Academia, a cuyo dictamen, muchas veces arbitrario, se atienen los que buscan propiedad y pureza en el hablar, carece en absoluto de facultades para dar a las palabras significado distinto del que les dieron los autores venerables de los siglos diez y seis y diez y siete” (1925, 45-46).

Las ideas señaladas hasta aquí y los criterios defendidos continúan siendo válidos en las posturas de los autores que se manifiestan sobre la oportunidad de las novedades en los años que median el siglo XX. Casares (1961) trata sobre la creación de palabras y la acción de la Academia, y concluye que una cosa es proponer y otra sancionar: a la institución académica corresponde decidir si una voz es legítima o espuria y si puede ejercer alguna acción perturbadora en el lenguaje, como, al parecer, aconteció con cotizar (que al sentido de “cotizar en bolsa” se unió el galicista “cotizar a la seguridad social” (1961, 161). Casares apela a la necesidad como criterio para la admisión y creación de una palabra, si se trata de designar una nueva realidad,[15] pero su aceptación en la lengua e inclusión en el diccionario los hace depender del uso de los hablantes. La defensa que hace de la voz verificador —voz del registro forense extendida al ámbito general— sirve para mostrar los criterios con que ha de contar una voz para su aceptación: “Si la palabra es expresiva, conveniente y bien formada, ¿no creen los señores académicos que, después de contar el vocablo con varios lustros de curso forzoso en las disposiciones legales, es hora ya de incluirlo en el Diccionario?” (1961, 125).

 

5.2.  La inercia del pasado en la segunda mitad del siglo XX 

 

La postura que años más tarde defiende Seco (1986 [1961]) para la admisión de voces en la lengua está determinada por la consideración de la existencia de norma lingüística. De acuerdo con ella, el uso de los buenos escritores —valor que este autor explica por primera vez—,[16] la necesidad y el ajuste al “genio del idioma” son criterios favorables a la admisión de voces nuevas. Claro que reconocer que el extranjerismo y el neologismo no son males para la lengua, si cumplen con estos criterios, y si tales novedades se incorporan con prudencia en beneficio de la unidad idiomática, muestra de un modo manifiesto una actitud abierta a la innovación y al cambio, más allá del conservadurismo que lo fía todo al criterio de necesidad.[17]  No se puede impedir que entren extranjerismos, pero sí que alteren el sistema de la lengua (Seco, 1977, 201). Es la de Seco una postura similar a la que había defendido ya Alonso (1964, 392), para quien en la admisión de novedades en la lengua el problema no es el extranjerismo, sino la fragmentación, la pérdida de la unidad; lo que interesa es que todas las palabras tengan un valor de intercambio, y que lo tengan en toda la comunidad lingüística.

Más tarde, Lapesa (1996 [1963]) —también Lapesa (1986, 454)— da cuenta de neologismos sin censurarlos, sin atender de modo expreso a su necesidad o conveniencia, lo que se entiende que así sea porque algunos son vocablos ya asentados hace tiempo: “No pocas palabras de formación culta, nacidas al otro lado del Atlántico, se han hecho moneda corriente en España de un siglo a esta parte. Ricardo Palma propuso a la Real Academia dictaminar y presupuestar” (1996 [1963], 458);[18] o bien porque son voces nuevas que impone el progreso, la moda: ultramarinos sustituido por mantequerías, y la aparición por esos años del neologismo cafetería (1996 [1963], 400). Esta descripción de los hechos explica que Lapesa se refiera a los préstamos como resultado del influjo de otra cultura, más refinada o prestigiosa para los españoles; pero también que rechace aquellas formas foráneas no adaptadas, “galicismos intonsos” (1996 [1963], 403), como control, derrapar, enrolarse, etc.;[19] “no asimilados”, que la lengua tiende a eliminar, como debut o reprise; y el “anglicismo bobalicón, hijo del estúpido complejo de inferioridad” (1996 [1988], 463), tipo este último que bien puede considerarse dentro de los neologismos rechazados de acuerdo con el criterio de necesidad. Como puede comprobarse, lo que empezó siendo una mera exposición de los hechos termina con su valoración.

Precisamente esa constatación de los hechos explica el interés que en esos años empieza a mostrarse por el cambio lingüístico en curso (Seco, 1986 [1961]); Lapesa, 1996 [1963]; Lorenzo, 1994 [1966]) y, con ello, la vigencia y oportunidad de los criterios utilizados para la admisión de voces. El cambio es objeto de atención preferente, como había mostrado Casares al valorar la oportunidad del galicismo chofer, que no ve posible frenar con una palabra castellana: “Es tarde ya para influir en la marcha del proceso lingüístico que estudiamos y demasiado pronto todavía para tenerlo por concluso y registrar sus fases actuales como resultados definitivos” (1961, 168).

Pero la voz triunfó y se acomodó, en lo relativo a su acentuación, a otras palabras castellanas terminadas en –er. Con el mismo interés por los cambios que se estaban produciendo, Lorenzo (1994 [1966], 44) considera que las palabras nuevas se incorporan a la lengua lentamente, y no como resultado de una invasión de elementos sin sazonar. Este autor “[c]ree interpretar correctamente los actuales criterios académicos, rogando a todas las personas de buen sentido, profesionales o no, que contribuyan al asentamiento de aquellas variantes que sean menos ambiguas, más eufónicas y más capaces de enriquecer el campo de la humana experiencia a través de ese instrumento de expansión de la mente que llamamos lenguaje” (1994 [1966], 35). No tiene una postura purista, pero critica que se admire lo exótico y se ignore lo propio, y reclama una política de aclimatación, pues a veces se produce una incorporación léxica irreflexiva (Lorenzo, 1999b, 21-22).[20]

En el prólogo a su diccionario, Moliner (1966, XXVII) se muestra partidaria de las novedades en la lengua y en el diccionario, pues mucho de lo rechazado puede con el tiempo ser admitido (pero advierte a los posibles “inventores” de palabras de que el éxito de una voz lo da el grado de inconsciencia con que es introducida en el habla, algo que recuerda a lo apuntado más arriba por García de Diego (1935, 53)). Moliner expone los criterios que ha de tener un neologismo para su éxito: claridad, precisión, elegancia y naturalidad.[21]

Con lo expuesto hasta aquí, y sentadas las bases para la admisión o rechazo de los neologismos, aparecen en la década de los setenta los “dardos” de Lázaro Carreter (1997, 2003), quien insiste, como se ha señalado también más arriba, en la importancia del criterio de necesidad, por su objetividad y operatividad (Lázaro Carreter, 1997, 575-577, 580-582). A partir de él empiezan a surgir otras posturas, que se mueven entre la tradición y la innovación, entre apelar al criterio de necesidad como razón para la admisión de voces o al de uso, y la de considerar operativos los dos factores, pues se refieren a realidades distintas. La atención a la neología —utilización y subversión del código; reconocimiento y transgresión de la norma; creatividad gobernada por reglas y creatividad que cambia las reglas (Fernández Sevilla, 1982, 11)— lleva a distinguir, como ya habían observado los autores citados de los siglos pasados, entre neología denotativa o denominativa y neología estilística (Fernández Sevilla, 1982, 15; Alarcos 1992, 22; Alvar Ezquerra, 1995, 18; Alvar Ezquerra, 1999, 50; Guerrero Ramos, 1995, 17; García Platero, 1995-1996, 49; García Platero, 2015, 48; Romero Gualda, 1999, 73; Álvarez Martínez, 2000, 544; González García, 2007, 83, Casado Velarde, 2015, 22).

Fernández Sevilla (1982, 15) considera la neología denominativa de necesidad práctica, y la neología estilística de necesidad expresiva. Esta neología connotativa no responde a necesidad, “se debe a un mimetismo, generalmente motivado por el prestigio de una sociedad o de un determinado modo de vida” (1982, 20), y no siempre se ha considerado conveniente y positiva, por atentar contra la armonía y equilibrio del idioma, así como contra la unidad. Por su parte, Alarcos (1992, 22) considera el neologismo necesario para evitar rodeos; y es útil, si ayuda a la precisión en el uso de la lengua (lo inútil es lo superfluo, el barbarismo). Para Alvar Ezquerra (1995, 18) hay razones lingüísticas y extralingüísticas para la inserción de voces nuevas en la lengua: las primeras llevan a adoptar un término foráneo en detrimento del propio; las segundas explican la inserción de nuevas voces, a raíz de la adopción de nuevas realidades. Este mismo autor aborda el proceso de integración de neologismos en la lengua y trata de su oportunidad y necesidad (Alvar Ezquerra, 1999, 50). Además de los neologismos necesarios, por su pertenencia a ámbitos de ciencia y técnica (Cabré, 1993, 447), están los neologismos valorados de acuerdo con su oportunidad y aceptabilidad, por la colisión con palabras existentes en la lengua, en el caso de los préstamos: “la penetración de los extranjerismos se produce por la influencia cultural y el escaso desarrollo de nuestra ciencia y técnica, e incluso se adoptan frente a las voces patrimoniales por meras razones de prestigio, status social, esnobismo, que hablan muy poco en favor del conocimiento lingüístico de quien los emplea” (Alvar Ezquerra, 1999, 64). Con todo, Alvar Ezquerra se muestra partidario de ellos si, al igual que Alarcos (1992, 22), resultan de utilidad: “para que un neologismo sea aceptable debe bastar con que sea útil” (1999, 64).[22]

A la utilidad, defendida también por Alvar (1992, 53; 1995, 21), se une otro factor, la cautela. Para Guerrero Ramos, la incorporación de nuevas voces no debe amenazar ni empobrecer el idioma, sino enriquecerlo, para lo que el usuario ha de actuar con “cautela y tras las oportunas reflexiones, que, por otra parte, son obligación de todos, no solo de los especialistas en la materia” (1995, 7). Y apunta: “toda lengua viva crea palabras nuevas tanto para encontrar sustitutos a los préstamos, como para designar realidades nuevas” (1995, 11), de lo que parece desprenderse la idea de necesidad como necesidad comunicativa. El neologismo es una necesidad, denotativa y connotativa. En la neología denominativa no hay deseo de innovación, sino de dar nombre a un objeto, a un concepto nuevo: “responde solamente a la necesidad de comunicar una experiencia nueva; se apoya, pues, en razones de eficacia comunicativa, y, por ello, busca la adecuación más perfecta posible al objeto o al concepto nuevos, evitando ambigüedades” (1995, 17). En la neología connotativa, en cambio, opera “el mimetismo lingüístico, desarrollado por el prestigio ejercido por cierto tipo de civilización y de cultura, o por ignorancia, papanatismo, etc.” (1995, 37). De nuevo, en contra de lo esperado por afirmaciones como las anteriores, Guerrero Ramos considera que la distinción entre creaciones necesarias y creaciones de lujo es algo arbitraria, pues depende del medio y del momento, como se ha apuntado al comienzo de este trabajo: así, en épocas puristas se evitan palabras nuevas, incluso las que parecen necesarias, pues el neologismo no siempre se ha considerado conveniente y positivo (1995, 43).

Gómez Torrego (1998) examina lo consignado en el diccionario de la Real Academia Española, sin afán purista, y anota neologismos necesarios y recomendados, aquellos generalizados en su uso (Lorenzo, 1999b, 10; Rodríguez Marín, 2008, 110). Precisamente el uso es la razón que aduce Gómez Torrego para justificar la admisión de nuevas acepciones en el diccionario académico (1997 [1989], 264; 2002, 278; 2006, 300). Como en autores ya citados, la cautela parece ser la postura de autores y obras recientes (García Yebra, 2003, 51; Gómez Font, 2006, 42;[23] Instituto Cervantes, 2012, 401), que explican por razón de la necesidad la adopción de formas alternativas a palabras ya existentes en la lengua y consideran enriquecedor todo lo necesario.[24]

La cautela explica también la postura de la Real Academia Española para la admisión de voces nuevas en su diccionario (García Platero, 1999, 67): la prescripción ha dado paso, más que a la descripción, a la recomendación; por eso se denuncia la lentitud en la orientación, que puede hacer que el error pueda generalizarse. Con respecto al neologismo, García Platero (1995-1996, 49) señala causas objetivas y subjetivas para su admisión: las subjetivas, expresividad y prestigio, son “más complejas”, y por ello estos neologismos parecen encontrar más resistencia (García Platero, 2015, 48). Aun así, el tiempo —es decir, el uso— hace que una voz se integre en la legua y en el diccionario.

A ellos se refiere también Álvarez Martínez al describir la formación de nuevos usos.[25] Esta autora no se muestra en contra; solo señala que algunos neologismos de forma por prefijación o sufijación “son severamente criticados por puristas y maestros de estilo, que critican el empleo de determinados usos (o mejor abuso) de sufijos, debidos muchas veces a influencia extranjera (como la sufijación verbal -izar, o la nominal -aje, o la adjetival -al, etc.)” (2000, 543-544). A esta neología formal por creación de palabras se une la adopción de préstamos, “uno de los medios más frecuentes de incorporación de neologismos en cualquier lengua”. Pero Álvarez Martínez no lo censura; solo da cuenta de ello:

 

A lo largo de la historia todas las lenguas han ido enriqueciendo su caudal léxico a través de los préstamos, y así ha ocurrido naturalmente con el español, que en diferentes etapas de su historia ha introducido vocablos procedentes de las más diversas lenguas, como las clásicas (latín y griego), el francés, el italiano, el árabe, el alemán, etc. La situación actual del español con relación a las otras lenguas favorece que la mayor parte de los neologismos procedan del inglés, como es fácil constatar diariamente en cualquier circunstancia comunicativa. (2000, 544)

 

Por su parte, Seco (2007, 14) distingue el extranjerismo utilitario del extranjerismo cosmético. Como en otros autores, el uso, la aceptabilidad y, ahora, el arraigo determinan la inserción de los neologismos en el diccionario (2007, 19). Y, como él, González García (2007, 83) apunta el criterio de uso para la aceptación de extranjerismos en el diccionario de la Academia, además de participar de la distinción entre neologismos denotativos o denominativos y neologismos estilísticos, regidos estos últimos por la necesidad expresiva y subjetiva del hablante que busca sorprender con una palabra. Por su parte, Lorenzo García señala que “un extranjerismo es necesario si la lengua que lo recibe no tiene un vocablo o locución con significado equivalente”, y que la necesidad es un “concepto manejado por los maestros o autoridades del idioma [que] difiere del que tienen los hablantes. Y no solo difiere, sino que es más estrecho” (2007, 121), porque, en su opinión, los hablantes adoptan una voz nueva por varias razones (economía, función eufemística o expresividad).[26]

Hoy, y siguiendo una postura expuesta en obras anteriores (Casado Velarde, 1979; 1985; 1995; 2008), Casado Velarde (2015) trata de los neologismos fruto de la neología. No se plantea su oportunidad o conveniencia, pues la neología y el neologismo son hechos naturales de la lengua, fruto más que de la necesidad, de la conveniencia u oportunidad, y del cambio en las lenguas. Como muestra de esa novedad, el examen de las incorporaciones en la 23ª edición del diccionario académico le lleva a preguntarse por el criterio lexicográfico que las determina (como ya había hecho Lázaro Carreter (1992, 41) al ver que unos préstamos están adaptados y otros no). Casado Velarde habla de criterio vacilante en la admisión o no de un neologismo, por si está en cursiva, se adapta, etc., y señala:

 

Si los académicos desean realmente, como cabe esperar, ofrecer un instrumento útil para los usuarios del idioma, deberían adoptar un criterio más inclusivo, consistente en registrar todas aquellas unidades léxicas de uso corriente. Registrarlas no significa recomendarlas. Pero al incluirlas en el lemario, los lexicógrafos obtienen la posibilidad de ofrecer, además del significado, una valiosísima orientación idiomática. (2015, 158-159)

 

6.  CONCLUSIÓN: CRITERIOS UTILIZADOS HOY 

Hoy, la necesidad y el uso —el conservadurismo y la innovación, la norma y el uso— son los criterios que siguen operando en la admisión de un neologismo.[27] Y, como en el pasado, al primero se recurre como freno a toda innovación no deseada: “Que entren palabras extranjeras poco importa, ya lo he dicho, si se cumplen dos condiciones inexcusables: que sean necesarias y que se adopten del mismo modo en todo el ámbito del idioma” (Lázaro Carreter, 1997, 176).

El segundo, el uso, ha servido, en cambio, para atenuar la dureza atribuida al criterio de necesidad en períodos de rigor normativo más o menos fuerte. Y se han recuperado —no son nuevos, pues habían aparecido ya en el Renacimiento— otros como el prestigio, la conveniencia e, incluso, la hermosura de la voz, lo que puede explicar el deseo por conservar su escritura foránea.[28] Porque lo que siempre se ha visto como un problema ha sido reinterpretado con el tiempo como un recurso para la unidad: si “el español de nuestros días no ha quedado al margen de la tendencia mundial que sacrifica lo peculiar en aras de lo supranacional y uniforme” (Lapesa, 1996 [1963], 405) ha sido porque ha mantenido en muchos casos la grafía foránea de los préstamos, la de unos anglicismos que entraron “sin adaptación [y que] constituyen una fuerza centrípeta, que, si bien perturban los patrones clásicos de “pureza idiomática”, colaboran a la unidad de la lengua” (López Morales, 2001, 23).

A estos criterios de necesidad, prestigio y novedad hay que añadir otro, el de la precisión: la precisión que contribuye al enriquecimiento del léxico, a la propiedad y a la pureza, y que resulta de la buena formación de una palabra (Pascual, 1996, 78).[29] Se constituye, por tanto, como principio neológico decisivo para la creación o adopción de una nueva voz. Porque, como recomendaba Valdés, “solamente tengo cuidado de usar vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible” (apud Barbolani, 1995, 233), bien con palabras propias, bien con palabras extrañas, da igual.[30]

Da igual, porque la realidad muestra que hoy neologismos y préstamos entran en la lengua por necesidad, pero, sobre todo, por uso, “el gran criterio de corrección” (Pascual, 1996, 16; Pascual, 2013, 17, Mangado Martínez, 2005-2006, 265).[31] Por el uso que los hablantes hacen de lo necesario, pero también de lo conveniente, de lo prestigioso, de lo que se acomoda a otras palabras ya existentes en la lengua, de lo bien formado . . . , de todo aquello que consideran eficaz, preciso —y propio, también— para su lengua.

 

NOTAS

 

[1] Rabanales (1995, 261) señala los siguientes criterios de corrección utilizados por la Real Academia Española en el Esbozo de una nueva gramática de la lengua española de 1973: 1) el uso idiomático culto de la clase social dominante, 2) la lengua literaria culta, 3) el uso general moderno, 4) la tradición, 5) la frecuencia, 6) la casticidad, 7) lo estético o estilístico, 8) la necesidad, 9) la etimología y 10) el sentimiento lingüístico. Como puede observarse, son criterios defensores, unos, de la tradición, del casticismo y de la autoridad; y otros, de la novedad, apoyada en la frecuencia y en el uso.

[2] A lo largo de estas páginas se muestra que no es lo mismo conveniencia y oportunidad que necesidad: mientras que los primeros criterios se fijan en el carácter opcional de un elemento lingüístico, este último atiende a la obligatoriedad. 

[3] Como ya definió Lázaro Carreter: “el casticismo es una fuerza activa surgida en la primera mitad del siglo XVIII, por acción de la Academia y del neoclasicismo, cuyo fin es resucitar el pasado lingüístico nacional, basando en él toda la literatura posterior; el purismo no es otra cosa que la faceta negativa de esa actitud, destinada a rechazar la intromisión de vocablos nuevos, procedentes de otras lenguas o de una creación personal” (1985 [1949], 259). 

[4] El criterio de adaptación sirve para distinguir entre extranjerismo, elemento no adaptado, y préstamo, elemento adaptado (Seco, 1977, 197; Guerrero Ramos, 1995, 37).

[5] Son generales las manifestaciones de que la independencia política no comporta independencia lingüística, porque no se va a producir, y porque no se pretende que se produzca. Una opinión en este sentido la ofrece el latinista colombiano Miguel Antonio Caro: “Rompidas en el momento providencial nuestras ataduras políticas con España, España vive, empero, y conviene que siga viviendo en América; pero no hay que temer; porque no es la España conquistadora, no la pacificadora ni menos la revolucionaria de hoy (líbrasenos Dios), sino la España creyente y generosa la que florece en el hermoso y grandilocuente idioma que nos enseñaron nuestras madres y que hablan nuestros hermanos” (1980 [1871], 706-707). 

[6] Es la normalización planificada, de que habla Lorenzo (1999a), con intervención de la autoridad, frente a la espontánea, que resulta de la autorregulación de los propios hablantes, y que tiene que ver con el uso. 

[7] Zerolo considera que “el Diccionario debe contener los vocablos del lenguaje contemporáneo para que preste verdadera utilidad; no estamos porque se destierren de él los términos anticuados, por más que, en último caso, sería esto preferible a que falten los corrientes” (1897, 133). Sobre las ideas lingüísticas de Zerolo y la labor de la Real Academia Española, vid. Medina López (2007).

[8] Un ejemplo del cambio que puede experimentar la consideración de un error lo da Casares (1961, 151-152), que cita a Iriarte como uno de los primeros críticos contra rango; y también contra estar en boga, propuesta luego en la Gramática académica como equivalencia castiza de fashionable

[9] Mangado Martínez (2005-2006, 263) señala que, en nombre de la norma, se rechazan formas, no porque vayan contra el sistema, sino porque van contra la tradición.

[10] Al final de una larga exposición sobre estos términos concluye que ni repertor ni entrevista significan lo mismo. 

[11] Jimeno Ajius se pregunta si crea el vulgo, los escritores, o la Academia. Este autor reclama la acción de la Academia, no como notario del uso, sino como creador, anticipándose a la necesidad de creación: “en vez de ir a la zaga del uso de las gentes, debe anticiparse a llevar a nuestro léxico cuantas voces hagan falta, tomándolas del extranjero o inventándolas, según los casos, pero siempre respetando la prosodia castellana” (1897, 203). Y concluye que si se hubiera tomado esta postura delantera, se habría evitado la presencia en español de palabras no adaptadas. 

Años más tarde, se reclama a Casares, secretario de la Academia, esta acción reguladora en una carta recibida antes de dar por concluida su serie de artículos sobre las novedades del idioma (Casares, 1963, 154). Para la postura de la Real Academia Española ante el préstamo, véanse los prólogos del diccionario usual, particularmente los de las ediciones de finales del siglo XIX (12ª, de 1884, y 13ª, de 1899) (Garriga, 2001; Clavería Nadal, 2003).

[12] A propósito del léxico de la fotografía, desarrollado en el siglo XIX, Gállego Paz (2002, 2054) señala que la expresión poner en el foco se transformó con el tiempo en enfocar; de hecho, este verbo se registra por primera vez en el diccionario académico en 1899 (13ª ed.). 

[13] Intelectuales americanos, como Cuervo, Rivodó, o Palma, presionan a la Academia para que acepte en su diccionario las voces propias de sus países (Clavería Nadal, 2002, 625). 

[14] Esta distinción se practica también en libros de estilo como el Manual de español urgente de la Agencia EFE (1992 [1976]), donde se rechazan las innovaciones superfluas, aquellas que se corresponden con un vocablo propio castellano que no se debe abandonar. 

[15] “La natural tendencia a conservar para la ‘cosa nueva’ que viene de allende el ‘nombre nuevo’ que la significa, es un legítimo y precioso recurso de que se valen todos los idiomas para acrecentar el vocabulario, y contra el cual no se debe actuar sino en casos de perjuicio evidente” (Casares, 1961, 166).

[16] El recurso a los buenos escritores como criterio para la admisión de una voz es explicado por Seco (1986 [1961], XVIII) al apuntar que tan respetable es el uso culto como el popular. La razón para no proponer el segundo como norma reside en su carácter limitado y efímero. Citando a Rosenblat (1967, 16) apunta: “al contar como interlocutor, no a una o a pocas personas, sino al público anónimo de las más diversas regiones de la lengua y de los más heterogéneos estratos sociales, el escritor tiene que atenerse en general a las formas expresivas de mayor alcance” (apud Seco, 1986 [1961], XVIII-XIX).

[17] Voces necesarias son, por ejemplo, los préstamos que no tienen equivalente en castellano, como bafle por altavoz (vid. Seco, 1986 [1961], s.v. pantalla). Ciertamente, la consideración de norma en una lengua frena la inserción de novedades, pero también es verdad que lo normal puede convertirse, con el tiempo, en normativo (Moreno de Alba, 2006, 28). De hecho Seco, Ramos y Andrés (1999, XIII) registran el léxico vivo, la realidad comprobada del uso de la lengua. 

[18] Las propuso, pero costó que fueran admitidas.

[19] Del cambio de postura a favor de control, que termina en el diccionario, trata Moliner (1966, XXVI) en el prólogo de su diccionario. 

[20] El examen de las novedades en los diccionarios le lleva a concluir que “la aceptación o rechazo de las innovaciones depende, como se ve, del criterio de los compiladores, tolerante en unos casos, restringido en otros” (Lorenzo, 1999b, 30). 

[21] A partir de aquí son frecuentes en autores las referencias al conservadurismo o innovación de la Academia, la tolerancia a la admisión de voces, la consideración de equivalentes castellanos, etc. (Anastasi, 1967, 53). 

[22] En su Diccionario de voces de uso actual, Alvar Ezquerra denuncia que los anglicismos nos invaden, pero reconoce que su presencia no es tan alarmante (1994, VII). El uso guía la confección de este repertorio, y también la del Nuevo diccionario de voces de uso actual, en el que Alvar Ezquerra pone “a disposición de los usuarios un catálogo con las nuevas creaciones e incorporaciones léxicas en la lengua, con el testimonio de su empleo en los medios de comunicación impresos” (2003, X). 

[23] En este autor con un avance en su pensamiento hacia una postura menos purista. 

[24] Al rigor apela Frago (2005, 478) al afirmar que “en el terreno en el que se exige un mayor rigor es en la toma de extranjerismos, tecnicismos y neologismos léxicos de toda clase y condición que llaman a la puerta de la lengua española o que por ella entran de rondón”. 

[25] En Álvarez Martínez (1989, 438) se fija en la preocupación por “el supuesto deterioro de la lengua” y en la importancia que para frenarlo tienen las gramáticas y las normas. 

[26] La comparación de las novedades registradas en el DRAE y en el DEA revela que “las prescripciones académicas sobre vocablos admisibles o inadmisibles influyen más bien poco sobre el habla, posiblemente porque rara vez tienen en cuenta las verdaderas motivaciones de los usuarios de la lengua cuando adoptan un vocablo procedente de otro idioma” (Lorenzo García, 2007, 121). 

[27] En la Agencia EFE (1992 [1976]) se habla de palabras necesarias y evitables, de innovaciones superfluas. Más tarde Grijelmo (1997) habla de neologismos correctos, desaconsejables. En Grijelmo (2004) adopta una postura, más que casticista, purista, y es contrario a todo tipo de extranjerismos y neologismos (vid. posturas similares en Miguel, 1994 y 2013). Por su parte, Seco (2007, 14) habla de extranjerismo utilitario y extranjerismo cosmético, y no deja de reconocer el factor de prestigio en la expansión de las novedades.  

[28] Como ha sucedido con la propuesta de wiski, por ejemplo (RAE-AALE, 2010, 86). 

[29] Hoy reinterpretado como factor coadyuvante a la buena formación y construcción de un texto (Reyes, 2003, 159-160; Instituto Cervantes, 2012, 34). 

[30] Vid. a propósito de la admisión de neologismos, por lo que Lázaro Carreter (1992, 48) considera laxismo y dejadez, la reflexión que hace en ese lugar. 

[31] Una postura distinta con respecto a esta idea de que el uso es lo correcto la tiene Núñez Ladevéze porque considera que no todo lo usado tiene el mismo valor comunicativo. Si afirma que “el hecho de que algo sea usado no es criterio suficiente para suponer que ese uso es correcto”, a continuación precisa que no todo lo usado “puede ser igual de correcto” (1994, 29), lo que deja entrever que el uso sí lleva a la corrección (a la idea que los hablantes tienen de lo que es correcto). Al uso concede importancia también Alarcos al tratar de la norma en gramática: se describe la lengua, y los hechos de más peso se convierten en norma, “siempre provisional y a merced del uso” (1994, 20).

 

 

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Agradecimientos

Este artículo se enmarca dentro del proyecto de investigación “Historia interna del Diccionario de la Lengua Castellana de la RAE en el siglo XIX (1817-1852)”, FFI2014-51904P, del Ministerio de Economía y Competitividad.

 

 

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