Philologica Canariensia 22 (2016), 89-103     

eISSN: 2386-8635           

Recibido: 27 de mayo de 2016; versión revisada aceptada: 11 de agosto de 2016

Publicado: 25 de octubre de 2016

DOI: https://doi.org/10.20420/PhilCan.2016.104 

 

 


 

“LOS CÓMICOS MATAN EN SEGUIDA”:[1] LEOPOLDO ALAS Y SU REACCIÓN CRÍTICA FRENTE A LA MORAL CALDERONIANA

 

 

MARIANO SABA

Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso”

Universidad de Buenos Aires  CONICET 

 

 

RESUMEN: En el contexto de finales de siglo XIX, varios escritores liberales denunciaron por medio de la literatura y de la crítica el carácter arcaico de la moral calderoniana con respecto a la venganza por deshonor. Casos afines en las obras de Leopoldo Alas y de Benito Pérez Galdós permiten analizar los modos en que la intelectualidad de la época rechazó la lógica de la revancha y propuso nuevos modelos de reacción ante la eventual trasgresión del adulterio. Sin embargo, el ejemplo específico del ataque que la crítica clariniana hace de Calderón durante los homenajes de 1881 deja al descubierto ciertas contradicciones del campo liberal con respecto a la herencia cultural del canon áureo.

PALABRAS CLAVE: Galdós, Clarín, honor, Calderón, crítica 

 

 

“Actors are quick to kill”: Leopoldo Alas and his critical reaction against Calderón’s morals

 

ABSTRACT: In the context of the late nineteenth century, several liberal writers denounced, both through literature and in their critical writings, the archaic character of Calderón’s morals regarding revenge for dishonor. Similar examples in the works of Leopoldo Alas and Benito Perez Galdós allow us to analyze the ways in which the intelligentsia of their time rejected the logic of revenge and proposed new models of reaction to the possible transgression of adultery. However, Clarín’s critical articles against Calderón in 1881, the 200th anniversary of his death, reveal certain contradictions in the liberal side about the cultural heritage of the Golden Age canon.

KEYWORDS: Galdós, Clarín, honor, Calderón, criticism   

 

 

1.  A MODO DE INTRODUCCIÓN: UNA NUEVA REALIDAD ANTE LA MORAL BARROCA 

Hacia fines del siglo XIX, en España, algunos de los exponentes más legitimados de la novela y del teatro español se ocuparon de describir la resonancia contradictoria que el modelo calderoniano del honor y de la honra seguía teniendo en aquella actualidad. Sus esbozos ficcionales en torno a la moral áurea no solo revelan la vigencia “vital” del canon pretérito de la literatura nacional, sino también la compleja y controvertida manera en que la modernización de los códigos sociales reñía con un modelo dramático cuya defensa del tejido social había garantizado por dos siglos cierta cohesión identitaria de la nación. Rastrear esta problemática en algunos casos ejemplares de la escritura de Clarín y de Galdós puede permitirnos definir la sostenida contienda que el ala más liberal de la intelectualidad finisecular mantuvo con la doble moral —social y estética— que le imponía su tiempo, entre el criterio del pasado y la renovación del presente.

En esta línea, dos asuntos específicos resultan atractivos. Por un lado, los modos en que ciertas obras particulares de estos autores construyen representaciones afines, intencionadas y muchas veces irónicas de la contradictoria relación que cierta aristocracia decimonónica mantuvo con Calderón y con su casuística de venganzas ante el adulterio. Por otra parte, el rechazo explícito que la crítica clariniana expuso con respecto al teatro calderoniano durante las celebraciones del gobierno liberal de 1881. En este sentido, la expresa opinión de Alas contra los aspectos monárquicos y católicos del autor homenajeado deja entrever cierta contradictoria voluntad por enaltecer su valor estético, como si fuera posible aislar lo formal de su contexto de producción. Tal contradicción, quizás, podría encuadrarse en las coordenadas más abarcadoras de la tragedia liberal, para comprender un rasgo más de esa trampa “bifrontal” que padecieron escritores como Clarín entre el elogio al canon tradicional y la necesidad de renovación cultural que su tiempo les exigía. 

2.   SOBRE LA CRISIS DEL CÓDIGO CALDERONIANO: REPRESENTACIONES AFINES EN LA LITERATURA DE CLARÍN Y DE GALDÓS 

Evitando el riesgo de generalizar con respecto al siglo XIX europeo, puede opinarse que la moral de la España finisecular –tal como señalan en varias oportunidades Leopoldo Alas y Benito Pérez Galdós– es doble. Y esa moral es doble en un sentido más amplio que el de su carácter de “hipocresía”. La doble moral a la que aluden textos como La Regenta, por medio del personaje de Quintanar, o Realidad —ya sea en su versión novelesca como también en la teatral— es doble justamente porque plantea la colisión de una doble temporalidad en los códigos que imperan sobre los vínculos del matrimonio y de la fidelidad. Ese choque constitutivo de la moral de fin de siglo estaría dado entonces por dos vectores de temporalidad opuesta. En primer lugar, el pasado, es decir, el código de la moral calderoniana, condensación simbólica de un tiempo pretérito, arcaizante, durante el cual el control sobre las conductas y sus desvíos se hallaban bajo el imperio inquisitorial y monárquico, erigido como instancia de autoridad unívoca y ortodoxa. En segundo lugar, la modernidad, donde la norma alterna pugnaría por abrirse paso instalando la libertad de elección sobre las relaciones a pactar incluso más allá de las clases sociales (como en el caso de Clotilde en la mencionada novela de Galdós, y más aún en su adaptación dramática). 

Esta modernidad proyecta también el trastrocamiento de lo material por lo espiritual, legitimando la posibilidad de rectificar el desvío por medio del perdón e incluso del escape ante la ley, dejándose arrastrar “comprensiblemente” por la pasión. Se trata de trasgresiones que para ciertos personajes aristócratas de la obra Realidad suelen remitir a la idea de lo “liberal” y hasta de una “democracia” que conciben como peligrosa. Sería la aristocracia, entonces, la que todavía se autoimpone el respeto a una legalidad cuyos ecos siguen resonando en la representación y en la lectura de sus clásicos áureos y, sobre todo, de Calderón. Y, sin embargo, aunque en ese contexto el teatro de Calderón siga siendo invocado por las clases altas como la suma ley de un sistema caduco, la modernidad –denunciado su doblez por Alas y por Galdós– aparenta continuar sometida a sus reglas, obligando a lo real al menos desde el plano del discurso. Es ese modelo calderoniano el que proyectan ciertas literaturas como vector que rige la “farsa”, la necesidad social de enmascarar la realidad moderna de un contexto decimonónico en crisis. Un contexto en el que todos están preocupados por la moral tradicional y, al mismo tiempo, la mayoría se empeña en quebrarla. Caso extremo es el de la propia Augusta, en la novela Realidad, cuando enuncia enajenada el límite de su propia situación de adulterio: 

Eso de la moralidad es cuestión de moda. De tiempo en tiempo, sin que se sepa de dónde sale, viene una de estas rachas de opinión, uno de estos temas de interés contagioso en que todo el mundo tiene algo que decir. ¡Moralidad, moralidad! Se habla mucho durante una temporadita, y después seguimos tan pillos como antes. La humanidad siempre igual a sí misma. Ninguna época es mejor que otra. Cuando más, varía un poco la forma o el estilo de la maldad; pero lo de dentro, crean ustedes que poco o nada varía. (Pérez Galdós, 1977, 71)

 

Resulta tentador asociar este rapto de brutal sinceridad, en el cual la protagonista denuncia la moralidad como “moda”, con la confesión que Galdós hacía al propio Clarín tan solo un año antes, cuando en carta del 8 de junio de 1888 le expresaba su desdén por la repetición formulista del teatro calderoniano. Decía allí: 

Yo también cultivé el teatro, y aun me atrevo a asegurar que una de las cosas que hice no dejaba de tener su intríngulis y algo de esa estructura convencional y algo de esa mecánica que contribuye al éxito de las obras dramáticas, según el canon que ha venido prevaleciendo de Calderón acá y que me parece que está mandado retirar. Me parece a mí que no hay dificultad seria para construir esas carpinterías ingeniosas (Pérez Galdós, 2016, 150-151).

 

En Realidad, el personaje de Augusta subraya la mecánica repetitiva de esa moralidad heredada incidiendo no solo en la ficción sino también en la “teatralidad” de lo real. Desde su paradójica condición de retórica doble —adúltera y censora a la vez— refuerza la representación de una necesidad cuya moralidad epocal también es doble y postula trocar la oposición entre ley y transgresión, por la aceptación de la ley directamente como fachada que facilite la transgresión. 

Conviene, en este sentido, recordar algunos ejemplos. Tanto La Regenta de Clarín, publicada en 1885, como la novela Realidad, de 1889, o como su versión teatral de 1892 —primera obra dramática de Galdós— evocan la contradicción de un contexto en que la clase aristócrata oscila entre la lealtad pública al código moral calderoniano y una intimidad plagada de rupturas con respecto a esa ley.[2]  2 

Alas se ocupa de proyectar ese dilema de forma ejemplar sobre Quintanar, el marido engañado de Ana Ozores, la Regenta. Más que ningún otro, Quintanar padecerá cuando su modelo calderoniano tantas veces ansiado para regir lo vital termine deshaciéndose en las dificultades del adulterio real del cual él es víctima. Su conciencia le dicta: “… de los bostezos arranca los apóstrofes del honor ultrajado, representa tu papel, ahora te toca a ti, ahora no es Perales quien trabaja, eres tú, no es Calderón quien inventa casos de honor, es la vida, es tu pícara suerte” (Alas, 1966, 631). La pena sorprende a Quintanar cuando desde su trágica circunstancia recuerda el antiguo placer por los dramas de honor: “¿Cómo podía ser que tanto deleitasen aquellas traiciones, aquellas muertes, aquellos rencores en verso y en el teatro? [...] ¿Por qué recrearse en aquellas tristezas cuando eran ajenas, si tanto dolían cuando eran propias?” (631). La colisión entre los códigos heredados de la venganza y el espíritu de relatividad de su tiempo lo arrinconan en una secuencia memorable de cavilaciones sobre qué ley moral debe seguir: “Le daba ira encontrarse tan filósofo, pero no podía otra cosa. Comprendía que aquellas meditaciones le alejaban de su venganza, que en el fondo del alma él no quería ya vengarse, quería castigar como un juez recto y salvar su honor, nada más. Y esto mismo le irritaba” (639). Y luego:

De todas suertes, las comedias de capa y espada mentían como bellacas; el mundo no era lo que ellas decían: al prójimo no se le atraviesa el cuerpo sin darle tiempo más que para recitar una redondilla. Los hombres honrados y cristianos no matan tanto ni tan de prisa (639).

 

Si esta relatividad parece casual, basta con indagar un poco en la novela Realidad para ratificar el modo abarcador en que la censura moral del honor calderoniano también es puesta en duda por Galdós. El caso de Realidad, además, presenta cierta relevancia en el vínculo que plantea justamente entre su autor y el propio Alas. Clarín había expresado su admiración por la pieza de Galdós en carta del 26 de diciembre de 1894. Allí, con ocasión de un comentario sobre Los condenados, Alas ataca la inverosimilitud idealista de cierto romanticismo escénico. Y afirma:

La psicología en el teatro, sobre todo cuando ha de haber transformaciones, es muy difícil. Cuando no se tiene el secreto de Shakespeare, o cuando el asunto no ofrece feliz invento, momento crítico,[3] típico (como lo hubo en Realidad) es muy fácil caer en uno de dos inconvenientes; en el análisis extensivo novelesco, o en las elipsis convencionales que matan el interés exigiendo demasiado al espectador (en Ortega, 1964, 270).

 

Como puede extraerse de la misiva, Clarín entiende que Realidad es un caso privilegiado dentro de lo que es la representación de un dilema psicológico, y lo es justamente por poner en “acción” (y no en deriva descriptiva o en estampas inconexas) un momento crítico, disyuntivo y, sobre todo, “típico”. Esa tipicidad a la que alude Alas parece referir claramente al carácter tradicional del asunto que vertebra tanto la obra como los giros “psicológicos” de sus protagonistas: el dilema en torno a la infidelidad y a sus castigos.

En la obra de Galdós, Federico ha entablado un vínculo amoroso con Augusta, la esposa del honrado Orozco. Y aun cumpliendo en la trama el rol pesaroso del que se sabe culpable, llega a vociferar en nombre de las antiguas reglas del honor barroco todo el rechazo que le provoca la pretensión que por su hermana Clotilde expresa Santanita, esforzado muchacho de baja extracción social. En esta línea los postulados son múltiples: cuando su amigo Infante le pide moderación y le advierte que “esas ideas son del siglo XVII, clavaditas” (Pérez Galdós, 1977, 89), Federico le responde: “La tapadera de las circunstancias sirve para encubrir los ultrajes del honor. Que mis ideas son anticuadas en este particular, lo sé, lo sé, pero son así, y no admito otras. […] Soy aristócrata hasta la médula… no lo puedo remediar. Eso de la democracia me ataca los nervios” (89). 

Conviene subrayar que este aristócrata que sufre repugnancia por lo que sería el estigma “democrático” del cruce social entre su hermana y el pretendiente es el mismo que una vez acuciado por las deudas no siente pudor alguno al pedirle dinero prestado a Leonor, mujer de vida polémica con la que antes mantuvo amores y que ahora se le brinda como única amistad. Si Federico no puede ver la ridícula gravitación de la moral calderoniana sobre sus propias contradicciones modernas, los demás lo superan en perspicacia. Tras un paseo en que se desahoga por los amores de su hermana, Infante le dice: “¡Ay, amigo mío […], no echas de ver que se han quedado muy atrás los tiempos calderonianos!” (92). Y más adelante el personaje de Claudia, servidumbre de su casa –y especie de Celestina menor en esta novela dialogada al uso de Rojas– murmura para sí: “Este señorito fantasioso cree que estamos en tiempos como los de esas comedias en que salen las cómicas con manto, y los cómicos con aquellas espadas tan largas, y hablando en consonante. ¡Válgate Dios con la quijotería!” (93).

La sirvienta observa así que Federico es ya un quijote: un hombre que, empeñado en recrear los códigos de tiempos pasados, atenta contra su propia existencia en el presente. Lo mismo ocurre con Leonor, cuyo pragmatismo la impulsa a descubrirle al protagonista el verdadero mecanismo que ha desgastado al viejo concepto del “honor”, en un tiempo donde la espiritualidad ha sido desplazada por la retórica de lo material. “El honor y el deshonor dependen de que las cosas se sepan o no se sepan” (105), le explica ese remedo del personaje central de Naná, novela publicada por Émile Zola curiosamente pocos años antes, en 1880. Podría argumentarse que el “secreto” como garantía de la honra personal ya estaba presente en El médico de su honra o en A secreto agravio, secreta venganza. Sin embargo, lo que ha cambiado es la relación con ese secreto: ya no será una estrategia íntima para sostener cierta justicia sin comprometer la “dignidad” ante los ojos de los otros. Ahora el secreto se concibe como pacto tácito de la comunidad: mientras no se divulgue, la ley moral puede infringirse. ¿Podríamos preguntarnos, en este camino, qué gana entonces un contexto como el finisecular del XIX cuando su literatura se compromete con un código moral arcaico intentando objetivamente el esfuerzo de romperlo sin que esa ruptura pueda hacerse pública? Claramente, lo que consigue es sostener —a pesar de sus crisis políticas y culturales— una aparente continuidad ideológica con su pasado imperial, esplendoroso, áureo. Una fachada bajo la cual aflora lo que el propio tiempo padece como fracaso: la caída moral, la corrupción del cuerpo político y económico de la nación, y hasta la amputación de sus colonias, como miembros sacrificiales expropiados por los errores de sus gobernantes y de sus ciudadanos. La sociedad, tal como sostiene un parlamento de Orozco en la versión teatral de Realidad, es calificada como “comedia insípida” (Pérez Galdós, 1925, 21) que impone a cada uno algún vulgar papel. En esa comedia de lo real, Federico caerá finalmente en una cavilación semejante a la de Quintanar en La Regenta. Dirá en uno de los monólogos interiores que la novela favorece y que desaparecen en el drama:  

el hombre ofendido me exigirá reparación; se la daré con la estúpida forma del duelo, y… ¡Cuán grotesca es la sociedad! ¡Debiéramos todos pintarnos la cara con albayalde como los clowns, o colgarnos cascabeles de las orejas como los antiguos bufones, pues somos unos mamarrachos!  (209) 

 

Para entender en toda su dimensión la comunión que mantienen entre sí las propuestas de Clarín y de Galdós en cuanto a la doble moral finisecular, baste con terminar señalando que Alas tuvo varias menciones más para con esta obra particular del autor canario y en todas ellas reaparece el señalamiento por ese punto de interés acerca del honor antiguo y sus impugnaciones. Tanto en su evocación de la novela, como en los dos comentarios críticos que realizó en torno al estreno de su adaptación teatral, Clarín menciona, claro está, el efecto polémico que causó en su público la representación galdosiana de esa contradicción de su época entre la admiración por un código moral arcaico y la ansiedad moderna por su ruptura. Tal como señala Rodríguez Sánchez, en su análisis Clarín enfatiza el interés que para él tuvo el quinto acto de Realidad, donde

se ponía en evidencia la espiritualidad ética emanada del divorcio moral entre la adúltera, Augusta, y el santo, Orozco, opinión que contrastaba con lo manifestado por otros críticos más conservadores, quienes reiteradamente insistieron sobre la escabrosidad del tema. Algunas de estas voces críticas pedían públicamente un final más acorde con los códigos de honor calderoniano (2001, 319).

 

Resulta doblemente destacable, por lo tanto, el intento de estos dos autores, que no solo consiguieron plasmar con acierto estético una misma apreciación sobre la ambigüedad de su tiempo en torno a la norma arcaica de la venganza, sino que lo hicieron también poniendo en entredicho la aberración moral de una ley antigua que exigía sangre por un crimen que ella misma negaba y que parecía propiciar a la vez. 

 

3.   LA OTRA RUPTURA: ALAS CRÍTICO Y EL DESGASTE EN EL MODELO TRADICIONAL DEL HONOR ÁUREO 

Como se ha señalado en el apartado anterior, la moral calderoniana –con su puesta en juego de una dinámica ligada a los códigos de la venganza– provoca la reacción evidente de ciertos exponentes intelectuales durante el contexto finisecular del XIX español. Curiosamente, el caso de Alas no ha sido nunca destacado entre los ejemplos de militante resistencia contra ese concepto de honor esgrimido por el teatro clásico áureo. Y, sin embargo, conviene recordar que más allá de la ironía con que Clarín supo representar en la ficción las contradicciones modernas de esa convención heredada en torno a la ley, la trasgresión y la revancha, su intervención crítica con respecto a la monumentalización de Calderón supo exponerse también de manera clara y directa durante el contexto polémico de los homenajes por el segundo centenario de la muerte del dramaturgo, llevados a cabo en 1881. Sus juicios pueden dimensionarse de mejor manera si antes pueden encuadrarse dentro de la evolución del concepto clásico del honor en la literatura finisecular del XIX, cuestión que ha suscitado varias opiniones de especialistas en torno al tema.

Peter Podol, por ejemplo, sostiene que el concepto del honor, tradicionalmente asociado con la comedia del Siglo de Oro, continuó siendo un tema productivo en el drama de los siglos XIX y XX, aunque para ello debió operarse una serie de cambios en las cualidades de su tratamiento. Dice a propósito: “The basic approach to the once inviolable code of honor has undergone a thorough re-evaluation, as dramatists have rejected traditional values and redefined honor within the context of modern society” (1972, 53). Desde el punto en que la “alta comedia” decimonónica había comenzado a adaptar a su época la idea tradicional del honor, cabe comprender que las obras de Clarín o de Galdós iban después a ubicarse en el total repudio de la convención áurea en torno a la honra y a la venganza. Podol destaca justamente que Realidad es el primer drama moderno en el cual el marido manifiesta claramente la intención de no matar a su mujer adúltera. La mirada sobre el honor que sostiene el personaje de Tomás Orozco –portavoz del autor– es diametralmente opuesta al código tradicional. Para Podol, el simbolismo de la pieza se fortalece a partir de la yuxtaposición de dos concepciones conflictivas acerca del honor: la moderna de Orozco y el punto de vista tradicional de Federico Viera. De hecho, el choque entre estas dos escuelas de pensamiento responde a una sociedad en la cual conviven la mirada tradicional sobre el honor y la obsesión latente con el adulterio. Pero, según Podol, lo interesante es que el personaje de Orozco rompe precisamente con el honor convencional, quebrando la “sagrada” ley de la venganza por infidelidad: “He represents the beginning of a new line of heroes of Spanish honor plays who do not follow the honor code of the comedia” (1972, 59). El autor demuestra, con este y otros ejemplos, que el honor –el cual durante el Siglo de Oro había adquirido estatus de religión– resulta hacia finales de siglo XIX mera convención, y como tal se torna objeto de impugnaciones propias de la crítica social. 

Leonardo Romero Tobar, por su parte, sostiene que la influencia directa que pudo ejercer Calderón en el teatro decimonónico –más allá de las escasas pervivencias de su modelo estructural– se torna visible sobre todo en la forma de tratar el tema del honor. Sin embargo, Romero hace una salvedad y explica que, incluso dentro del deshonor por adulterio, el decimonónico difiere del modelo pretérito. Y señala cierta conclusión extraída de otros estudios al respecto: “…que en la alta comedia funciona más el concepto clásico del honor que el hipertrofiado concepto calderoniano y que, en el tratamiento del tema, aparecen elementos innovadores que implican una concepción del honor diferente de la clásica” (1981, 116). 

Entre las innovaciones modernas aparecerían las “diatribas sobre la inutilidad del duelo” (1981, 116), que pueden verse tanto en la obra ya indicada de Galdós, Realidad, como también en las temerosas reflexiones que hace Quintanar al descubrir la infidelidad de su mujer.[4] De hecho, sobre el marido engañado por la Regenta, señala Romero que solo el drama calderoniano modifica su impasibilidad. Y agrega: “El esclerotizado código del honor es un elemento que se debe añadir al complejo entramado de fuerzas antinaturales que aprisionan los anhelos de vida pura y natural de Ana Ozores” (1981, 123). La expurgación moral de la infidelidad ya no pasa por la venganza: la revancha trastabilla bajo la acusación de arcaizante. La literatura se hace cargo de este giro, y ciertos autores del ala más liberal del fin de siglo insisten en la caducidad de esa reacción violenta entendida hasta entonces como justicia natural. Tanto Clarín como Galdós estarían subrayando así el honor como “virtud que se cultiva en el cuidado de la propia conducta” (1981, 116), y ya no como valor puesto en la estima social. En esta línea, podemos arriesgarnos a decir que el viraje moderno con respecto a la moral calderoniana contrasta con la reivindicación liberal del autor de La vida es sueño, una reivindicación que no surge de forma espontánea durante la celebración de 1881, sino que tiene antecedentes desde principios de ese siglo, e incluso habiendo pasado antes por instancias de signo político diverso.

Desde entonces y hasta bien entrado el siglo XX —e incluso en lectores tan disímiles como Alas o Galdós— Calderón promueve con su propia monumentalidad una aceptación ineludible y siempre controvertida por parte de los liberales. En la lectura “democrática” de la modernidad finisecular la aceptación del clásico áureo convive siempre con el reparo de que el elogio estético pueda confundirse con su valoración política o moral. Desde las refundiciones neoclásicas de inicios del siglo XIX —tentativas por hacer coincidir a Calderón con el molde ilustrado— hasta la declarada afirmación del dramaturgo como ícono del gobierno liberal que lo celebra en 1881, todo movimiento para su canonización exige siempre matizar una identidad obviamente adscripta a la monarquía católica. Desde la manipulación del teatro calderoniano a finales del siglo XVIII hasta las polémicas de principios del XIX,[5] no era extraña la rápida variación entre las consideraciones de nacionalista o antinacionalista para ese teatro, según se efectivizara o no la operatoria liberal sobre su corpus más evidente. Por eso puede decirse que Calderón sacrifica bajo el lente liberal del fin de siglo buena parte de su identidad, y lo hace en aras de la universalidad que Menéndez y Pelayo le había reconocido en sus conferencias.[6] Así, la permanente bifrontalidad que Oleza (2002) supo de forma pionera identificar y describir en la crítica y los gustos de Clarín[7] no parece haber sido privativa de ese autor, sino más bien de varios referentes intelectuales de un liberalismo que iba a padecer, durante todo el contexto finisecular, tanto de sus enemigos externos como también de sus propias contradicciones. 

Entre esas contradicciones, unas cuantas aparecen de forma explícita en dos artículos críticos que Alas publicó en el periódico de Barcelona La Publicidad, a propósito de los homenajes de 1881. Tan sorprendentes son, que a pesar de las simpatías ideológicas con el gobierno de turno, los postulados de Clarín al respecto se acercan en algunos momentos a los de su amigo Menéndez y Pelayo, situado obviamente en las antípodas del liberalismo de entonces. Tanto uno como otro consideran incorrecta la imagen que el gobierno liberal intenta proyectar de Calderón: aunque siguiendo distintos objetivos, ambos recuerdan la exponencial presencia de lo católico en la obra del dramaturgo. En Clarín, ese juicio funciona para denunciar un error del gobierno liberal, lo que informa a las claras de que la sinceridad crítica de Alas excedía con mucho cualquier compromiso con determinado grupo del campo intelectual.[8] 

La primera de esas colaboraciones es del 25 de mayo de 1881 y lleva por título “Dos siglos después”. Lo primero que hace allí es pedir, entre tantos eventos vanos, la intervención de los “sabios”:

 

Fuera mejor que unos pocos, muy pocos, casi nadie, dijeran al público lo que este no sabe tan de buena tinta como parece: que Calderón era un autor de muchísimo mérito, pero no porque lo digan los alemanes, ni porque defendió el catolicismo, ni porque España en materia de hombres célebres siempre echó la casa por la ventana […]. Los pocos autores que debieran llevar la palabra en casos tales son precisamente los que suelen estarse más callados (Alas, 1881a, 6).

 

Como en muchas otras situaciones, Clarín renuncia a ocupar el lugar que les corresponde a los eruditos, garantes en su opinión de una valoración legítima y desapasionada del canon pretérito. Dispuesto a no nutrir aún más el montón de “insípidos ditirambos” (1881a, 6) acumulados por la ocasión, se impone como objetivo para sí preguntarse por “la influencia presente de Calderón en nuestra literatura” (1881a, 6). Es decir, una vez más, asume la meta de desentrañar la actualidad del tema, por encima de sus detalles histórico-literarios. Y sin rodeos afirma:

Por desgracia, ninguno de nuestros ínclitos autores de pasados siglos influye hoy en nuestra vida intelectual tanto como conviniera para la hermosura de la forma artística, y para no pocas bellezas del puro espíritu. Pero esto no es sólo culpa de nuestro escaso estudio, del abandono en que los más tienen las letras clásicas de España: hay otra causa poderosa que ha echado abismo entre aquellos tiempos y estos: la libertad de pensamiento (1881a, 6).

 

Clarín torna el curso de su argumentación desde la ignorancia del presente a la ignorancia del pasado: si su actualidad no puede evaluar la riqueza de la dramaturgia calderoniana por “desconocimiento”, el contexto áureo de Calderón tampoco puede resultar una aportación para la actualidad también por su “desconocimiento”, esta vez del libre examen, y por lo tanto de una moral nueva, renovada, no atada a la lógica del honor y de la revancha. Una moral menos calderoniana y más afín a la que exponen en su incipiente aparición los debates íntimos de Quintanar al rehusar su venganza, o a la renuncia del Orozco galdosiano cuando se niega a castigar el adulterio de su esposa. Una moral, en definitiva, acorde al programa de renovación teatral que bien supo describir Jesús Rubio Jiménez al señalar que Clarín “defendía las grandes tradiciones teatrales, pero pensaba que los tiempos reclamaban, además, otras cosas” (2002, 600). Reclamaban, por ejemplo, un modelo como el francés, incluso con el inconformismo explícito de Zola en torno al teatro naturalista de entonces. 

La escasa influencia literaria de Calderón vuelve a ser en el ensayo crítico de Alas un tema factible de ser entendido más en términos morales que literarios. Calderón aparece como representante de la “esclavitud de la idea” (1881a, 6), cuestión que se explica por su adhesión dogmática. Dice al respecto Alas:

La religión del autor de los Autos Sacramentales era la católica, y esta es la que hoy predomina en España, según las estadísticas y según la Constitución del Estado; pero ningún pensador independiente opinará ni dirá que en el espíritu de nuestra literatura presente domina el catolicismo. No, al fin España ha entrado en el movimiento general de la cultura europea, y no cabe pensar que el catolicismo y su intransigente disciplina inspiren nuestro progreso (1881a, 6).

 

Lo mismo ocurre con el sesgo monárquico del teatro calderoniano: para Clarín “no puede producir tan gran simpatía en pueblo que conquistó su soberanía y sabe que es abyección, debilidad y podredumbre la idolatría de los reyes” (1881a, 6). Alas ataca –y reconoce– los dos cimientos evidentes del código moral calderoniano: lo católico y lo monárquico. Y, como si fuera un comentario objetivo del drama de su personaje Quintanar, arremete contra el concepto arcaico del honor: “Esos tipos de nobleza y lealtad que Calderón nos pinta, esos testigos del honor, esos ergotistas del punto de honra, no son ni más ni menos que idealizaciones poéticas de aspiraciones predominantes en aquel tiempo, pero no copia de la sociedad actual como algunos comentaristas pretenden” (1881a, 6).

La diatriba de Alas no culmina ahí: se pregunta dónde está en el teatro de Calderón la decadencia política que estaba viviendo su época, y remata con esto la percepción de que esa dramaturgia no puede considerarse sino como expresión de una idealidad extrema y nociva. Y continúa: “Si las ideas políticas y religiosas de Calderón ya son tan extrañas a nuestra vida, si el idealismo de su poesía tampoco nos conviene, ¿qué queda de Calderón vivo y de provecho actual después de doscientos años?” (1881a, 6). Y responde: “Queda un arsenal de bellezas en caracteres, situaciones, ideas geniales, aisladas, no sistemáticas; queda un lenguaje que aún debe imitarse, siempre que el imitador sepa discernir lo que sería afectación copiar” (1881a, 6). Clarín revela en el último párrafo de su breve ensayo lo que es una persistente contradicción crítica dentro del discurso liberal de entonces: la creencia de poder capitalizar aciertos formales del canon áureo sin entenderlos como resultantes de un condicionamiento contextual y axiológico preciso. Algo que hoy podría resultar superfluo enfatizar: si el lenguaje calderoniano debe al barroco devoto y monárquico buena parte de su intento formal, ¿cómo podría aislarse su atractivo estético del motor que implicó para su existencia una cosmovisión cimentada en la fe y en la corona? Hay algo claramente contradictorio en el hecho de considerar el teatro calderoniano como “arqueología pura” (1881a, 6; la cursiva es mía) y al mismo tiempo reclamar su actualidad en la “pura esfera del arte” (1881a, 6; la cursiva es mía). La pureza –y no parece casual la recurrencia del término en las dos menciones que hace el texto de Clarín– es un término que recae en ese mismo sentido de idealidad tan criticado por Alas en la dramaturgia calderoniana: un concepto capaz de diseñar una región aséptica donde la literatura puede celebrarse de todos modos, porque no depende de lo político para su evaluación ni tampoco para su existencia. En tal sentido, es curioso lo moral que termina resultando este punto de vista en la crítica de un autor decidido a denunciar precisamente la moralidad caduca del objeto que aborda. Calderón, con su moral ligada al sistema de reglas y rupturas propias del honor, encuentra en la figura liberal del reconocimiento “puramente” estético un destino canónico finalmente honorable.

El 2 de junio de 1881, días después de la publicación del artículo anterior, el mismo periódico vuelve a incluir un palique de Alas entre sus páginas. Si bien el texto no ahonda en la resistencia explícita a Calderón, sí lo hace indirectamente como respuesta a Julio Nombela y en ataque denodado contra la mala poesía surgida a raíz de los homenajes al dramaturgo:

¿Por qué se ha de celebrar la gloria del que la mereció por sus versos haciendo que todos los españoles se pongan a improvisar versos, y algunos sentido común?

¿Y por qué no hemos de criticar este afán empecatado de escribir espinelas filosóficas que le ha entrado a todo bicho viviente con motivo del glorioso Calderón de la Barca? (Alas, 1881b, 2)

 

Salvo la excepción de Ayala, Clarín ve con escándalo la proliferación de poesías que el homenaje a Calderón habría provocado muchas veces en forzada imitación del homenajeado. Y sin embargo, una vez más, el propio razonamiento de Alas revela su contradicción crítica: si lo único admirable de Calderón es su lenguaje, y si su forma entonces es lo único capaz de adaptarse a condiciones ajenas a su contexto de origen religioso y político, ¿dónde radicará el criterio de selección de lo imitable? ¿No es lógico que la imitación de un lenguaje fuera de contexto revele la oquedad de sus reproducciones? ¿En qué sentido puede ser positiva la imitación de una forma vaciada de la “moralidad” que la había inspirado? ¿No era esa brutal multiplicación de lirismo vacuo un claro ejemplo de lo que suele ocurrir con la adaptabilidad forzada de una forma, incluso cuando se la reproduce más allá de la resistencia que el contexto nuevo le presenta a la ideología que esa forma alguna vez expresó? Al parecer Alas no percibió que enunciaba lo que sin duda, en términos de Raymond Williams, puede identificarse como la “tragedia liberal”:[9] la decisión moderna de intentar ser aun sabiendo de antemano que el fracaso ha sido dictado desde tiempos remotos por experiencias e instituciones que, una vez recibidas, resultan “activas también en su propia herencia inevitable” (Williams, 1975, 44). 

 

4.   DOBLE MORAL, DOBLE CRISIS: CALDERÓN COMO SÍNTOMA DE CONTROVERSIA LIBERAL. ALGUNAS CONCLUSIONES 

Como se ha sugerido al inicio del artículo, la doble moral que denuncian Alas y Pérez Galdós en ciertas representaciones ficcionales del contexto aristócrata de fines del siglo XIX permite reconocer muchas veces la tensión evidente entre los códigos del honor barroco –tal como aparecen en Calderón– y la necesidad de proponer nuevos cauces ante la eventual trasgresión de la legalidad matrimonial y de sus pactos de fidelidad. Como puede inferirse de los argumentos hasta aquí esgrimidos, la duplicidad de la moral decimonónica no solo revela el desgaste en las convenciones acerca del engaño y de sus compensaciones, sino también un tipo inédito de relación con respecto al legado calderoniano: el de una “competencia” de temporalidades en torno al eje de la honra. El pasado, cuyos valores portaría la teatralidad calderoniana, riñe con el presente por el deterioro que ha sufrido la legitimidad de la venganza como único modo de zanjar el conflicto del adulterio. 

René Girard sostiene que toda comunidad moderna ha intentado articular tres medios para protegerse de la violencia interminable: las desviaciones sacrificiales del espíritu de venganza; las composiciones como los duelos, “cuya acción curativa sigue siendo precaria” (1998, 28), y el sistema judicial. Aunque pueda parecer superfluo indicarlo, las descripciones literarias de ciertas cavilaciones en torno a la honra vienen a fortalecer, desde obras como La Regenta, Realidad y tantas otras, una necesidad imperiosa de afirmar la caducidad de un sistema arcaico de expurgación de la violencia, es decir, vienen a recordar que la venganza como tal ya solo puede considerarse como artificio libresco, sin fuerza real para el condicionamiento de la reacción ante cualquier adulterio que se produzca en las puertas del siglo XX. La herencia calderoniana de un honor regulado por la lógica de la venganza deberá competir ahora con modelos más acordes al sistema de una justicia institucionalizada, regida por leyes y procesos que dejan librado a la intimidad un abanico amplio de respuestas que van desde el perdón y la comprensión hasta el diálogo, la subestimación o el olvido. 

Es interesante registrar que esas representaciones –provenientes de una literatura creada por la intelectualidad más liberal– son complementarias de afirmaciones críticas expresas que redimensionan el valor del canon áureo intentando dificultosamente separar sus aportes estéticos de sus disposiciones morales. En ese marco parecen ejemplares las diatribas de Clarín contra Calderón con ocasión de los festejos de 1881. Pero vale decir que tanto la construcción de ficciones que dan cuenta de esa ascendencia moral que ejercía el canon calderoniano sobre los lectores más “ingenuos” del XIX, como también las opiniones críticas contrarias a la celebración de un dramaturgo asociado por su tiempo a los valores católicos y monárquicos, son respuestas diversas ante un mismo estímulo. ¿Cuál sería, entonces, el origen de esas reacciones?

Ante la autopersuasión de que la antigua ley del honor calderoniano podía pesar sobre la actualidad de la España moderna, pero que debía ser objetivamente derogada por su caducidad, por su falta de pertinencia en cuanto a los cambios evidentes en el terreno social, los exponentes más liberales de la intelectualidad del fin de siglo XIX parecen intentar construir una conciencia sobre esa carencia de legitimidad. Y sin embargo, como puede verse en Clarín, no es posible desbancar la moral de Calderón sin hacerse eco de los elogios a su “belleza formal”, lo cual nos acerca a una especie de imposible “formalista” cuya asepsia ideológica connota la tragedia política del liberalismo finisecular. La doble moral, en este sentido, pareciera evidenciar entonces dos operaciones claramente ineludibles: en primer lugar, la conquista del presente por parte de un pasado cuyo canon cultural se niega a relajar la vigencia de sus condicionamientos axiológicos; y, en segundo lugar, la resistencia a aceptar la crisis moderna de la moralidad no solo como desgaste de legalidades arcaicas y represivas, sino también como vestigio del inocultable fracaso de un proyecto imperial cuyos mecanismos simbólicos habían contado desde el teatro con tres ejes incólumes cuya fragilidad quedaba ahora al descubierto. El amor, el honor y el poder iban a colisionar con el relativismo del nuevo siglo, y sus desequilibrios ya no podrían resolverse por las estipulaciones morales del teatro canónico, sino más bien por un nuevo elenco de reacciones sometidas ahora a la lógica de una justicia reñida con la venganza. Calderón como botín, como herencia, entraría en crisis inevitablemente, pero es cierto que la mirada liberal sobre esa herencia también iba a hacerlo, debatiéndose siempre entre la rebeldía y la orfandad.

            

NOTAS

 

[1] La cita proviene de uno de los momentos catárticos de La Regenta de Clarín, en el cual Quintanar cobra clara conciencia de que al descubrir la infidelidad de su esposa se ve obligado por la ley arcaica de la venganza a recuperar su honor matándola. Y, sin embargo, su admiración por Calderón no llega a opacar la resistencia ante lo innatural de ese castigo: “¡Matarla! –eso se decía pronto–, ¡pero matarla!... ¡Bah, bah!... Los cómicos matan en seguida, los poetas también, porque no matan de veras…, pero una persona honrada, un cristiano no mata así, de repente, sin morirse él de dolor, a las personas a quien vive unido con todos los lazos del cariño, de la costumbre… Su Ana era como su hija… Y él sentía su deshonra como la siente un padre; quería castigar, quería vengarse, pero matar era mucho” (Alas, 1966, 632).

[2] Esta disyuntiva debe vincularse con la lógica del “rumor” que María del Carmen Bobes Naves supo señalar en su descripción de distintos artificios recurrentes en La Regenta destinados a despertar el interés del lector: “No se ha realizado aún la confesión y ya se han llenado muchas páginas del discurso con rumores. El narrador los recoge, aunque sean nimios, porque tienen un sentido claro en el contexto: el lector se entera así de cómo se vive en esa sociedad en la que todo se mira con ojos implacables, en la que vivir es estar expuesto en un escaparate: todo se sabe, todo se comenta, todo se discute; se suponen intenciones y se inventan sentimientos a partir de los menores indicios, siguiendo una técnica de larga tradición y de sabia maledicencia” (1985, 349). Así, el “rumor” parece delinear una frontera lábil entre lo íntimo y lo público, ejerciendo como límite cierta presión social sobre la definición del dilema entre honor y venganza.

[3] La cursiva es de Alas. 

[4] Por su parte, Carolyn Richmond (1984) ha llegado a encuadrar este “arrepentimiento” de Quintanar ante los códigos del honor calderoniano dentro de cierta representación de un “heroísmo irónico” de Vetusta. En este sentido, podemos aventurar que la “vulgarización de lo heroico” (1984, 82) que intentaría mostrar La Regenta puede hacerse extensiva también a la obra de Galdós, aún con sus diferencias. Si Alas enfatiza el patetismo ante el duelo, Realidad exhibe la incapacidad de Federico para defender con sus actos privados la opinión misma que sostiene públicamente sobre el concepto pretérito del honor.

[5] Me refiero sobre todo a la “querella calderoniana” que enfrentó el impulso contrarrevolucionario de Böhl de Faber con la resistencia liberal de Alcalá Galiano, entre otros. El primero –seguidor del criterio de los hermanos Schlegel– afirmaba la necesidad de restaurar el teatro áureo en el siglo XIX para cimentar así los pilares del casticismo nacionalista. La reivindicación calderoniana de Böhl parecía a los liberales algo contrario al nuevo curso ideológico del siglo. Ver el estudio que desarrolla al respecto José Escobar (1990). 

[6] Dice Menéndez y Pelayo: “lo que tiene Calderón es un genio tan sintético y comprensivo que, más que un hombre, semeja una edad entera: mirado como estatua aislada, no tiene nada extraño que a los extranjeros les haya parecido un coloso” (Menéndez y Pelayo, 1946, 33).  

[7] Es ineludible esta aportación de Joan Oleza (2002) con respecto a la formación de Alas y a su actitud hacia la tradición. En su notable trabajo describe la situación de Clarín en el doble contexto entre la influencia de los liberales krausistas, por un lado, y la incipiente constitución de la historia literaria pelayana por otro. Sin lugar a dudas, la bifrontalidad de esa posición debió gravitar sobre sus apreciaciones muchas veces “ambiguas” en torno al teatro calderoniano.

[8] Cabe señalar la complementariedad de las hipótesis consignadas en este artículo con el estudio de Adolfo Sotelo Vázquez (2001) acerca de la evolución de Alas en cuanto a la opinión que tenía sobre Calderón, desde la resistencia a los homenajes de 1881 hasta la benévola melancolía con que se refiere a su teatro en el folleto Rafael Calvo y el teatro español, de 1890. Es destacable el énfasis de este crítico sobre la relevancia que tiene en el asunto la valoración clariniana de la actualidad que era capaz de aportarle a Calderón una rigurosa puesta en escena: “El único camino para mantener vigente ese glorioso teatro es la representación. Por ello en diversos artículos escribe sobre la necesidad de una crítica ilustrada, de un público inteligente, de un gobierno protector y —sobre todo— de la necesidad de una buena compañía” (2001, 119). 

[9] “La vocación es liberación: la realización de lo que ‘el hombre puede llegar a ser’. La deuda la constituyen las experiencias y las instituciones recibidas, encarnadas en otros, pero activas también en su propia herencia inevitable. Al llegar a esto, Brand es desgarrado, pero debe continuar; son seguros el fracaso y la muerte, pero es necesario morir luchando. Es la estructura de sentimiento de la tragedia liberal” (Williams, 1975, 44). La cita de Williams puede iluminar no solo la fascinación de Alas por Ibsen, sino también la relación entre Clarín y el canon pretérito del teatro áureo español. Y puede funcionar, además, como cierta apreciación general del liberalismo europeo de fin del siglo XIX con respecto a la presión concreta que ejerció sobre su crisis de modernidad el “esplendor” de la historia precedente y –en buena cantidad de casos– imperial. En la crítica de Clarín, de hecho, lo que Williams señala sobre el Brand parece presentarse de manera exponencial: ante un imperio en franco declive, el esplendor del canon literario que mejor representó aquel proyecto debe o bien reacondicionarse, o bien someterse a la melancolía trágica de lo imposible.   

 

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NOTA SOBRE EL AUTOR 

Mariano Saba es doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, Argentina, y Docente Auxiliar Regular de la Cátedra de Literatura Española de la Facultad de Filosofía y Letras de esa misma universidad. Es Investigador Asistente del CONICET con un estudio sobre “Leopoldo Alas ‘Clarín’ frente al teatro del Siglo de Oro: afirmación crítica e ironía narrativa en su apreciación del drama barroco”.

 

 

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